33. Vergüenza y hombres enamorados

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Los minutos pasaron con violencia y su ansiedad lo castigó.

La mayoría de las jovencitas y empleadas de Open Global caminó a su lado, ignorándolo y desaparecieron por los pasillos del hotel, charlando despreocupadas después de tan agitada mañana.

Carraspeó nervioso y se armó de valor. Abrió la puerta del tocador para mujeres y echó una rápida miradita a su entorno.

Se sorprendió cuando un delicioso aroma a lavanda le llegó a la nariz y admiró en silencio las elegantes losetas que embellecían el lugar. Era exageradamente iluminado y brillante; tenía grandes espejos que envolvían las paredes y en el centro, una palmera decorativa se hallaba rodeada por pequeños divanes violetas que le entregaban un aire sofisticado al lugar.

—¿Lexy? —siseó e ingresó caminando a paso lento e inseguro—. Sé que estás aquí, no te vi salir —insistió más tranquilo una vez se vio solo en el lugar.

—¿Qué quieres? —musitó ella desde algún lugar que Joseph desconoció.

—Vamos, linda, no estés avergonzada. Ven aquí y abrázame, tengo un almuerzo y luego una reunión y ya no te veré hasta la noche —exigió dócil y esperó a por la joven, la cual nunca respondió—. Lexy, si no vienes aquí ahora me voy a ver obligado a sacarte de ese cubículo de otro modo —demandó alterado, pero juguetón—. Linda, quiero abrazarte antes de marcharme, me haces falta —siseó cuando logró ver los pies de la joven en uno de los cubículos.

La muchacha sonrió tras la puerta y abrió la misma con cuidado, mirando a todos lados, compleja por exponerse y de complicar las cosas.

—Qué vergüenza, Joseph, perdóname por favor —suplicó y se arrojó a sus brazos para encontrar un poco de consuelo.

Joseph la abrazó por la espalda y acarició su cuerpo muchas veces, aliviándola con sus caricias.

—¿Por qué tienes vergüenza?

—Por lo que pasó ahí, de seguro todos se dieron cuenta de lo que estábamos haciendo y lo que dijo el señor bastamente... ¿no viste cómo me miró?

—No, preciosa, estás imaginando algo que no es —musitó y cogió su rostro entre sus manos para tranquilizarla. No le gustaba verla así otra vez, llena de inseguridades—. Nadie se dio cuenta de lo que estábamos haciendo, eso es nuestro, y no quiero que te avergüences de la sexualidad, ni de tu cuerpo, ni de tus ideas o tus ganas de tocarme bajo la mesa; no lo hagas, por favor —imploró con amabilidad y le acarició las mejillas con los pulgares—. Y el señor Bustamante se sintió sorprendido de lo que ocurrió...

—Pero él cree que yo di la idea de invertir en zonas vulnerables y no es así —protestó, sintiéndose insignificante.

—¿Y eso qué importa? —preguntó enrabiado—. Somos un equipo de trabajo, tú y yo vamos por el mismo camino.

La joven lo miró a los ojos con pavor, pero tras eso, rezongó rabiosa y soltó todo el aire que estaba conteniendo en sus pulmones. Se liberó de las manos de Joseph y dejó caer su cabeza encima de su pecho, donde encontró un poco de calma a todas esas sensaciones que se le metían por debajo de la ropa y la repletaban de espasmos.

—Tengo que irme, Lexy, la junta me está esperando —anticipó el hombre y buscó su mirada—. Pero no puedo irme si no estás bien —afirmó y Lexy arrugó el entrecejo.

—Estoy bien —mintió.

Joseph esbozó una sonrisa, pero tras ese bello gesto su rostro cambió drásticamente y una seriedad invadió todo su semblante.

—No estás bien, algo te atormenta y necesito que me lo digas, Lexy, o no voy a ir a ninguna parte y tú tampoco.

La joven se quedó boquiabierta y se sorprendió de lo obvia que resultaba. ¿Acaso Joseph la conocía tan bien que podía ver a través de sus inseguridades? Eso era imposible, el tiempo les jugaba en contra y también los sentimientos.

Era imposible, se repitió porfiada, pero se vio obligada a confesar cuando comprendió que nada era imposible y la barriga se le repletó de cosquilleos, mostrándole la verdad.

—¿Cómo sabes qué algo me atormenta? —investigó decida y se lamió los labios.

—He aprendido a conocerte —respondió Joseph sin pensarlo dos veces y la miró con poder.

—Anne me invitó a salir y tengo miedo —confesó aquello que la ponía a temblar con los ojos cerrados.

—¿Le tienes miedo a Anne Fave? —cuestionó Joseph, embrollado.

—¡No! Nada que ver... bueno, sí... un poquito —mezcló palabras y titubeó mientras intentaba seguir—. Es tan intimidante, no sé qué hacer. ¿Qué le digo? ¿Y si lo arruino? ¿Y sí me descubre?

—Lexy, no te va a descubrir porque no tienes nada que ocultar.

—¿No? —preguntó y ladeó la cabeza para mirarlo mejor.

—No, linda —respondió él con seguridad y la abrazó hacia su pecho—. Dejé mi tarjeta de crédito en la habitación. Está debajo del teléfono —explicó y Lexy negó con la cabeza—. Cómprate un vestido para que esta noche vayamos a cenar, Daniela me dijo que solo trajiste ropa deportiva —adelantó para no dejarla protestar y Lexy se rio con inocencia—. Diviértete, lo mereces —musitó y le besó los labios con lentitud—. Nos vemos a la noche.

Lexy se quedó de pie en el mismo lugar e intentó comprender lo ocurrido, mientras Joseph marchó en cuanto una dependiente del hotel apareció por la puerta, ignoró su presencia y se enfocó en limpiar los espejos que acicalaban el lugar.

Eran demasiadas emociones para Lexy y para una sola mañana y no estaba segura si su pobre corazón maltratado iba a poder resistir tanto.

Se quedó allí unos instantes, repitiéndose todas las cosas que Joseph le había dicho y cuando se sintió segura de abandonar su escondite, se encontró con su imagen frente al espejo limpio y se sonrió en voz alta, atrayendo la atención de la dependiente del hotel, esa que la observó por el rabillo del ojo y con curiosidad.

—Pocos hombres entran al tocador de mujeres —dijo la mujer y Lexy la miró con grandes ojos—. O son raros, o son tontos, o están enamorados —enumeró y la muchacha se quedó boquiabierta, repitiendo lo que la mujer había dicho.

No fue capaz de responder nada en relación con las palabras de la mujer que continuó limpiando los espejos a su lado con despreocupación, como si fuera cosa de todos los días, y enmudecida y muy silenciosa se marchó con un nudo en la garganta y un extraño revoltijo en la barriga, un fárrago que la tuvo perturbada largas horas.

Siempre míaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora