42. Mentirse a uno mismo

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Unas cuantas horas bastaron para que el cuerpo cansado de Joseph se recuperara. Abrió los ojos lentamente y se movió junto a Lexy, cuidando de no despertarla en tan placentero descansar en que la muchacha se hallaba sumergida.

Tenía las mejillas sonrosadas por el calor que juntos habían ocasionado y el cabello castaño le caía revuelto por las mejillas, concediéndole ese femíneo aspecto y de niña buena que tanto lo enloquecía.

Se acomodó a su lado con cuidado y estiró su cuerpo por todo el espacio libre que el colchón le brindaba. Le dolía la espalda, de seguro por pasar tantas horas en una silla y las piernas las tenía temblorosas. Necesitaba salir a correr y a estirar su cuerpo al aire libre, respirar aire fresco y disfrutar de las maravillas de la ciudad que una vez lo había visto crecer.

Con lentitud cogió la punta de la sábana blanca y cubrió el desnudo cuerpo de la muchacha, acomodó un par de almohadas a su lado y abandonó la cama con un paso ligero. Sabía bien que Lexy no descansaba así desde hacía mucho y se hallaba entre sus principales preocupaciones verla dormir.

Usó uno de los batines del hotel para abrigar su cuerpo y se refugió en el cuarto de baño; mientras buscó su cepillo de dientes, pensó detenidamente en lo que había hablado con Bustamante y el resto de sus compañeros de trabajo. Aún no estaba muy claro acerca de lo ocurrido y dudaba tenazmente cómo referirse a Lexy sobre el nuevo puesto al que sería asignada. No era que dudara de ella ni de sus capacidades, dudaba de su inseguridad, de sus miedos, de sus demonios, esos que se le metían bajo la piel y la convertían en una muchacha opaca y cobarde.

Se metió el cepillo con dentífrico a la boca y se miró en el reflejo del espejo con grandes ojos mientras se cepilló los dientes con lentitud, pensando bien en cada cosa misteriosa que envolvía a la muchacha.

Muchas dudas sobre su pasado rondaron sus pensamientos y aunque temía encontrar más temores en ella de los que aparentaba, era un riesgo que debía correr sí o sí.

Tenía que saber bien a qué se enfrentaba y ser capaz de ayudarla; tenía, no solo la obligación de ser su escudo protector, sino también el deseo de ser su maestro, su mentor, su aliado y su amante, todo en una mezcla jugosa y sabrosa que le picaba hasta el alma.

Escupió la espuma del dentífrico en el fondo del lavabo y se enjuagó la boca cuidadosamente. Se lavó el rostro, las manos y cuando creyó estar seguro de sus interrogaciones y discursos, regresó a la habitación listo para enfrentar a Lexy, quien se hallaba despierta y acurrucada en el centro de la cama.

Revisaba su teléfono móvil en silencio, leyendo de seguro algún mensaje proveniente de sus padres, con quien había hablado en tan solo una oportunidad.

La muchacha le sonrió con afabilidad desde su posición y se acomodó más cerca de su cuerpo cuando el hombre se sentó en el centro de la cama, adoptando una posición india que lo ayudó a encontrar sosiego y comodidad.

Lexy se arrastró hasta sus piernas y acomodó su cabeza en los muslos de Joseph, donde obtuvo una maravillosa vista de su rostro completo.

—¿Dormiste bien? —preguntó él y aunque ya le era fácil tocarla, la mano le tembló cuando quiso acariciarle el cabello.

—Perfecto —respondió ella y lo observó con preocupación—. Estás cansado y ojeroso —susurró y estiró la mano para frotarle un brazo.

—Sí, lo estoy —reconoció Joseph, fatigado—. Por eso prefiero que viajemos el sábado y que nos quedemos un par de días más en este lugar.

—¿El sábado? —repitió Lexy, sorprendidísima.

Ya se preparaba para volver a casa y plantarse ante sus padres y Esteban, para revelar la verdad y enfrentar las consecuencias de sus mentiras y actos.

Siempre míaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora