Un desastre natural

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Necesito que suene el timbre. Maldición. Maldición. Maldición. Maldición. Quieren castigar a todo el salón. Que no jodan. Yo no hice nada. No es mi culpa. Tengo que irme, tengo que apurarme. El individuo al costado de la pizarra termina de decir sus fruslerías pedagógicas. Pero por el puro placer de demostrar que tiene poder no va a dejar salir a nadie todavía. Quiere que suene el timbre tardío, el timbre de los castigados. Ya es la hora de salida para todo el mundo, menos para mi clase. Necesito salir. Que suene el timbre dice. Que le de cáncer al timbre digo. Pero no me escucha. Si me demoro, tal vez no llegue a pasar lo que anhelo.

Salimos gracias a esa fuerte vibración. Siento como si estuviera casi empujando a aquellos que pasan a mi lado. ¿Por qué están apurados ellos?

Diez minutos para llegar a mi morada. Treinta minutos para almorzar, bañarme, cambiarme y volver a salir. Una hora para estar allá. Una hora y diez minutos para ilusionarme o llevarme una buena decepción. Dependiendo del resultado, luego iré o no a cazar caracoles.

Siento un calor que se mueve dentro de mi pecho, que pugna por salir, pero en este momento no tengo alcohol para mandarlo a callar, ni una fiesta en la cual me pueda olvidar de él, ni tiempo para distraerme con cualquier otra cosa. Los únicos instantes en los que me siento seguro como para dejarlo libre son aquellos en los que tengo que tener mayor cuidado que nadie sepa lo que tengo adentro. No vaya a ser que termine despertando a todos y me vean cobijando imágenes contra mi almohada.

Estoy parado como un estúpido. Esperando. Me subo. Veo como alguien que venía de lejos hace señales para subirse también. Pugna por llegar, hace un esfuerzo. Grita, llama. El chófer se hacer el sordo o es sordo. El carro va acelerando de a pocos. Es raro, no lo ha hecho de forma brusca. Hay un policía cerca y el bus no se puede quedar parado eternamente. Veo cómo se va quedando fuera de mi vista la señora que no pudo subir. Los últimos son los últimos, da flojera llevarlos con uno.

Vamos más lento que una carrera de babosas ciegas en medio del desierto. La distancia es corta. Caras largas y cielo gris. Un semáforo. Un carro que cierra al otro. Una mentada de madre. Otro semáforo. Más vehículos de transporte público. Se da inicio a la carrera para conseguir pasajeros. Anuncio que en la próxima esquina me bajo. Bajo del carro. Llegué más rápido incluso de lo que esperaba, tal vez por el correteo. Dos cuadras más adelante es probable que se maten entre ellos. Felizmente yo ya no estoy en ese carro.

Mis llaves. La puerta. El patio. La otra puerta. La cocina. La olla. El plato. Los cubiertos. El vaso. La jarra. El fregadero. La esponja. La puerta. El pasillo. La escalera. El otro pasillo. Puerta. Mi cuarto. La mochila. Las zapatillas. El pantalón. Los calzoncillos. Las medias. El polo. El baño. El cepillo. El jabón. La toalla. El tendedero. La puerta. El patio. La otra puerta. Salgo.

Espero que todo salga bien. No sé cómo debería decírselo. Debe de salir bien. Asumo que cuando mire sus ojos directamente las cosas se darán por sí solas. Le he dedicado tiempo como normalmente no lo hago. Este carro no está en carrera. A lo lejos. El parque. Bajo. Busco con la vista. Parada la encuentro. Increíble. Llegó antes que yo. Habrán pasado tres meses sin verla. Hace un gesto con la mano a la vez que se acerca alegremente. Sonrío al ver que me reconoce. Está sonriendo. Sonrío más. Beso en la mejilla. Beso en la mejilla.

La miro directamente a los ojos. Hay algo que ha cambiado. Veo el reflejo de mi rostro en sus ojos. ¿Yo he cambiado? Me habla. Le hablo. Conversamos. Me siento ridículo. Se ríe, sonríe un poco. Yo me quedo callado. Es amable igual que siempre. Siempre resultó amable. Hasta cuándo fue un poco cruel. Esto lo he hecho por gusto. Es alegre como pocas veces lo ha sido. No debí de haber venido. Quiere sentarse a mi lado, pero no tenemos donde sentarnos, todas las bancas están ocupadas. Pensar tanto para que mi propio reflejo me quiebre. Caminamos. Los elefantes morados resultaron ser murciélagos con rabia. Ella parece estar a gusto. Meses antes jamás la había visto tan a gusto conmigo.

Habla y habla. La miro a los ojos y escucho. No sé si tengo que intentar descifrar algo. Creo que se ha sonrojado un poco; sonrisa tímida. Escucho; es lo mejor que sé hacer. Ya no me dice nada. Hace meses era la lengua que mejor entendía, la que mejor me acariciaba, la que más sentía. Esa boca está vedada para mí. Sigo mirándola a la cara, sus palabras fluyen, fluyen, fluyen. Su vida, sus pesares, sus amigos, sus deseos. Fluyen. Trato de capturar un atisbo de aquello que me mostró hace tiempo. Caminamos. Gris. Es una tarde para contemplar, pero da lo mismo quién esté a tu lado, solo hay que limitarse a contemplar. Sus ojos siguen siendo fascinantes. Un chocolate para compartir. Será lo único que compartiremos. La tarde va a ser la misma. Fluyen. Observaciones a alguien que pasa. Pienso. A mí sí me gusta su ropa. Los ojos de la tarde se van ocultando.

No sé si ella está tratando de vivir algo que ya tuvo el espacio y tiempo de ser vivido o yo estoy tan distante que ya no me puede alcanzar.

Se compra un dulce. Seguimos caminando. Le cuento algo sobre el verano. Le hablo sobre la conversación que tuve con mis progenitores. No sé cuántas vueltas le hemos dado al parque uno al lado del otro. No ha habido ningún roce desde el saludo. Ella me dice que no debería de darle tanta importancia, que a lo mejor cambio de opinión y me dejo de preocupar. Piensan que debería comprarle una flor. Estamos lejos de ello. Una banca libre. Su mano está cerca de la mía. Mi cabeza está alejada de la suya. Desvía su mirada. Espero que ella no haya podido entender. Mira en dirección contraria a donde estoy. Sigue hablando. Fuimos sólo un momento. La visión de un ciego. Suena diferente. Yo no tengo porqué ser quién se acerque. Ya me cansé de ser siempre el que se acerque. Dice que se va. Escucho su cháchara unos instantes más. Yo me quedo. Nos despedimos. Se va.

Pude haberme pasado la tarde durmiendo. Pude haber usado el dinero del transporte para comprarme un pan con pollo. Tal vez eso hubiera sido más fructífero. Sin embargo, me quedaría sin esta tarde. Quiero seguirla contemplando. Es una tarde hermosa. Ahora tengo que encontrar otra persona que me pueda entender, Que se lleve todas estas ansias y que me devuelva las esperanzas que no sé dónde están. Pudieron haberse ido con el remolino que forman los papeles, las bolsas de plástico y una que otra hoja frente a mí.

Como si fuera inevitable, un desastre natural.



La inevitabilidad del arteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora