A veces no se tiene ganas de amar

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Suena el timbre. Saco los audífonos. Me los coloco alrededor del cuello. Me paro. Le aviso. Salimos caminando y vamos hablando. Nada trascendental, casi lo mismo que hablamos al terminar el día anterior y el anterior a ese y el anterior a ese. Se queda en el paradero a pocas cuadras del colegio, yo sigo de frente.
Me pongo los audífonos y comienzo a escuchar música. Quiero volver caminando. No tengo ganas de llegar rápido. Hace frío. Aunque no es invierno. Está todo gris. Es perfecto. Es una pequeña burbuja de melancolía. La suficiente como para poder arrancarme una ligera sonrisa de satisfacción al caminar. Me detengo cuando un carro casi me atropella. Le grito que es un hijo de puta. Cruzo hacia el puente.
¿Cuál fue la última tarea que nos dejaron? Un ensayo. Hay una señora sentada en mitad del puente mendigando con sus dos hijos que no sé qué edad tendrán porque es muy fácil ver lo desnutridos que están. Todos pasan frente a ellos. Yo también paso. Ensayo sobre la nación. ¿La señora sabría cómo hacer mi ensayo? Me sería fácil hablar de una nación si sintiera alguna relación con ella. Me sería fácil si tuviera que dibujarlo o pintarlo. No tendría que pensar. Todo fluiría, saldría de mí y antes de que me dé cuenta lo que pienso y siento sobre la nación lo tendría al frente. Termino de cruzar el puente. Pero no, siempre hay que escribir en el colegio, todo es escribir y repetir. A veces recorro la ciudad y me siento un extraño. ¿A qué hora se irá esa señora a su casa? ¿Tendrá casa? A veces veo la cara de otra persona. Siento que hay un universo de distancia. Siento que a todos en esta ciudad nos han formado para darnos la espalda.
Doblo a la derecha. Volteo el rostro. Pasando el cerro hay otro mundo. Uno al que no pertenezco. ¿Conozco a alquien que sepa cómo es? Me detengo en la esquina. Por más que intente conocerlo nunca formaré parte de él. Los pedagogos ponen sus esperanzas en nosotros. Nosotros no ponemos la esperanza en nada. El semáforo no cambia. Tampoco es que importe mucho si cambia o no. Tal vez estoy pensando mal. El semáforo cambia. Los carros siguen pasando. Siento que no pertenezco a algún lugar. Tal vez en el papel pueda encontrar un lugar. El destino final del papel es ir al tacho. Ese será el lugar al que pertenezco.
Pasa un carro, pasa otro, uno más y el último trata de pasarlos a todos. En la noche del sábado, una chica que conocí me preguntó por mi colegio y puso cara de asco. Tengo sed. Su cara de asco me hizo recordar dónde estaba y quiénes eran los que me rodeaban. Tres esquinas más adelante cambia el entorno. Me gusta esa casa. Una persona se ofrece a limpiar carros. Una camioneta. ¿Qué habrá detrás de las lunas polarizadas?
El semáforo se demora en cambiar. De la ventana de un micro vuela una cáscara. Unos miran a los otros con desprecio, los otros con odio, los otros con indiferencia y aquel que trate de reconciliarlos es el peor tratado. Al vendedor ambulante le digo que no, gracias, que no quiero ningún caramelo. A veces no sé si decirles que tengan un buen día porque pienso que puede sonar a que me estoy burlando.
Ya sé qué es lo que quieren que haga con ese ensayo: tengo que mentir. Decir que todo va bien, que todo estará bien y que somos lo máximo. Un notón calato me van a poner.
Maldición. Hay demasiados semáforos. Aun así todo es un caos. Me queda un camino corto por delante. Tengo mucho que pensar. Quiero helado y tengo sed.
Las pocas veces que he salido de la ciudad, veo caras que no se parecen a la mía. Se supone que somos el mismo grupo. Eso es lo que nos dicen siempre. No tenemos nada en común. Otra mentira de los mayores. No somos iguales. Si lo fuéramos, la señora no estaría en el puente.
Cruzo un parque, voy hacia la bodega. No sé porque veo todo como un montón de pinturas silenciosas. Tal vez porque veo sólo formas y nada de contenido. Tal vez porque eso es lo que de verdad me han enseñado. Entro a la bodega. Me gustaría tener un jardín grande en el cual pueda tumbarme bajo un árbol igual de grande. Compro el helado. No me alcanza para una gaseosa. El helado es mejor. Salgo. A ver las fotografías en blanco y negro. Otro semáforo. Rojo. No hay carros. Cruzo.
La ciudad en cien formas es la misma. Las personas nunca lo son.
Hay un ambulante sentado. Mañana ya es fin de semana. Estará esperando a que alguien se acuerde de que existe. ¿Qué habrá deseado ser a mi edad? Calles enredadas, mal diseñadas. Una esquina más. No tengo idea de qué escribir. En este país no basta con poder estudiar. El sueño es tener tanta plata que puedas controlar a los demás. Mientras sueñas. Te ponen a producir para alguien más.
Mi casa. Busco las llaves. Abro la puerta. La cierro. Me gustaría poder cerrarle la puerta al mundo y decirle adiós por algún instante. Subo. Me tiro sobre la cama.
Suena mi celular. Le digo que iba a ponerme a dormir. Ella me pregunta si es que prefiero ponerme a dormir que hablar con ella. Soy honesto cuando le respondo que en este momento es probable que me quede dormido. Ella pone su voz sarcástica y me dice qué lindo que soy. Le digo que me encanta cuando es irónica. Ella me dice lindísimo y luego me pregunta si es que voy a poder ir mañana. Le pregunto si hasta allá. Responde que sí, que hasta allá. Le digo sin mucha seguridad que supongo que sí. Ella me dice que ya, que va a estar ahí como a las nueve. Yo le digo que ya, que llegaré un toque después. Me dice que me ama. Le digo que yo también. Dice que me deja dormir sólo si la llamo cuando me despierte. Le digo que yo la llamo. Me vuelve a decir que me ama. Le vuelvo a decir que yo también. Me dice chau. Le digo chau.
Dejo que el celular se resbale de mi mano y caiga sobre el suelo. Me siento tan cansado. Me echo de lado.
A veces pienso en lo ridículo que es tener ganas de que un velo cubra todo, a ver si las cosas cambian después de retirar el velo. Tal vez después de eso pueda escribir lo que necesito escribir. Nunca me faltan esas ganas. Doy vuelta. Tengo la cara frente a la ventana. Desde aquí no puedo ver el parque. Los árboles del parque. Sólo veo las paredes grises de un edificio. Por ahí hay un calzoncillo colgando. De niño me sentía cobijado al despertar y ver a los árboles. Hasta que construyeron ese edificio. La puta que parió a ese huevón que me jodió la vista. Ya suficiente mierda gris me tengo que tragar todos los días como para tener que ver eso también. Necesito un punto en el cual esconderme. Me echo boca abajo. Pienso en lo que debe de sentir mi hermano. Tal vez él podría escribir esto por mí. Pero si se lo pido le tendría que decir que sé que escribe a escondidas. El único que va a salir perjudicado por seguir tocando el tema soy yo. Sus palabras o así las recuerdo. Y creo que tiene razón. Mejor duermo. Pero hay cosas que no entiendo. No conozco ninguna nación. Ni siquiera conozco bien esta ciudad. ¿Sobre qué quieren que escriba? Quiero decir muchas cosas. Ninguna de ellas es sobre lo mucho que amo algo que ni siquiera sé si existe.



La inevitabilidad del arteWhere stories live. Discover now