¿Alguien sabe cómo funcionan estas despedidas?

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Me desperté. Me levanté. Me senté. Me paré. Caminé. Entré. Cerré. Me bañé. Me sequé. Salí. Me vestí. Anudé. Me peiné. Caminé. Salí. Entré. Me trasladaron. Me bajé. Caminé. Entré. Subí. Caminé. Lo vi. Su semblante era el más extraño que le había visto en toda mi vida. Me coloqué al otro lado del ataúd. Tal vez se viera distinto. No. Y estoy aquí al lado de su ataúd y sigo pensando que tengo muchas cosas que decirle y que ya no puedo, ya no puedo terminar esa maldita conversación que tuvimos.
Hay otras personas que también quieren ver al muerto, no puedo quedarme aquí parado todo el día. Salgo hacia la cafetería del velatorio. Me siento junto a mi hermana. No decimos nada. Ella sorbe su café. Rompe el silencio con un chasquido. Tal vez el chasquido obligue a sus ideas a ordenarse. Miro hacia un lado. Miro hacia el otro lado. El resto de la familia está afuera. Sorbe lo último de su café. Me soplo un mechón de pelo. Se levanta. Bota su café. Salimos de la cafetería. Nos sentamos en una banca. Cruza las piernas. Apoya la cabeza sobre las rodillas. Mi hermana me dice que tiene hambre. Le digo que no hay almuerzo por acá, sólo venden bocaditos. Ella me contesta diciendo que si estamos todos tristes deberían vender mejor comida en un velatorio, que comida tan mala sólo puede deprimir más a alguien ya deprimido. Me río de lo que dice. Le digo que los dos ya estamos deprimidos. Me abraza. Me dice que sólo quedamos los dos. Ya no sé cuántas veces hemos llorado juntos. Silencio. Nos miramos. Nos reímos. Despacio. No sé por qué, pero los dos nos reímos. Bajito, despacio. Para que nadie nos mire mal. Igual. Ya nos miraron mal. Como si tuviéramos que estar llorando desconsoladamente a cada instante. Nuestros progenitores han llorado más que nosotros. Están parados. Abrazados. Compartiendo su pena. Cuando estaban llorando parecía que se estuvieran alternando. Primero lloraba uno. Luego lloraba el otro. Uno estaba calmado. El otro estaba llorando. No hacen lo mismo a la vez. Siempre pegados al ataúd. Me susurra al oído que deberían de amarrarse a él. Le doy un ligero empujón. Le respondo que si los amarramos al ataúd no tenemos quién nos mantenga. Bromas estúpidas para no deprimirnos más. Sonríe. Me contesta que hable por mí, niño, que ella puede conseguir un idiota dispuesto a despilfarrar. Me apoyo en el respaldo. Hablando hacia el techo le digo que sería mejor si es que fuéramos niños, que podríamos hacer bulla y corretear y nadie nos podría hacer nada. Ella cerró los ojos. Me pregunta si recuerdo cuando era niño y que como era todo pequeño me usaban de juguete entre ella y mi hermano. Me río. Le respondo que sí me acuerdo. Me pregunta si tengo ganas de despertar un día y volver a ser un infante. Silencio. Le pregunto qué hora es. Busca su celular. Responde que ya van a ser a las cinco. Vuelve a apoyar la cabeza. Vuelve a cerrar los ojos. Le pregunto si va a seguir los pasos de él. Señalo a los que se van. Hace un gesto con la mano. No identifico a qué se refiere. Me responde que si siguiera sus pasos acabaría jorobada. Se acomoda en sus piernas. Si yo no tuviera nada que ver. Si sólo no tuviera ninguna importancia. Podría levantarme. Levantar la mano. Hacer un alegre adiós. Marcharme. Irme a buscar algún recuerdo con él. Tal vez encuentre el que he estado buscando todo el día. Totalmente diferente al recuerdo que me atormenta y no sé hasta cuando lo seguirá haciendo. Bosteza. La sacudo. No jodas. Me río. Las sombras son largas. La mía es pequeña. Miro alrededor. Todos sus amigos ya se fueron. Sólo quedan familiares. Más por los progenitores que por él. Al final los únicos amigos que va a tener serán los gusanos. Se quedó solo. Nunca quiso quedarse solo. Nadie quiere quedarse solo. Ahora lo rodean gestos de agridulce cariño pero ninguno es para él. Desveló una verdad. Tal vez lo único que me ha enseñado, que no sé si es algo que me quería enseñar.
Al final estamos solos.
Acomodo mi saco. Toco el papel. Lo saco. Lo releo por enésima vez. Lo vuelvo a guardar. Está a punto de caerse. La sacudo. Hace un sonido de fastidio. Bosteza. Le pregunto dónde está el baño. Se lo señalo. Se rasca la cabeza. Se levanta. Camina. Entra. Mi sombra ha crecido un poco.
Me levanto. Recojo mi saco. Camino hacia él. Lo miro una vez más. Escucho como por enésima vez cuentan el accidente a alguna tía a la que no he visto desde que recién me estaban saliendo los dientes. Y esa tía se acerca y me hace la misma pregunta que todas las personas me han hecho el día de hoy. Le respondo lo que voy a estudiar de manera mecánica, sin emoción alguna, siento que estoy ofendiendo a mi hermano al dar esta respuesta, siento que en cualquier momento se va a levantar y me va a decir que olvide lo que me dijo, a la mierda con todo, que siga lo que realmente quiero, pero está en silencio y en silencio se va quedar; yo tengo que seguir dando la misma respuesta.
Me alejo del ataúd y regreso al lugar donde estaba sentado con mi hermana. Dejo mi saco a un lado. Sale del baño. Se acerca. Se sienta. Miro mi sombra. Me abraza. Me besa la nuca. Me dice que mañana lo entierran. Me sacude el pelo. Asiento. Suspira. Ya hemos llorado tanto que las lágrimas no salen. Miro a mis progenitores. Están igual que nosotros dos. Ya no se nota que alguna vez lloraron. Tal vez si me acerco pueda ver que tienen los ojos hinchados. Tal vez estén recordando lo buen muchacho que era, lo obediente que era, el hijo modelo que era, el orgullo que les provocaba. Mi hermana se apoya en mi hombro. Intenta dormir de nuevo. Debería intentar hacer lo mismo. Pero no puedo.
Ya no soy el niño que se quedaba dormido en cualquier parte en medio de sus hermanos mayores.
Está viendo fotos. Son de él. Es más de medianoche y mi progenitora sigue viendo fotos de él. No va a volver a vivir. No va a regresar. Tal vez quiera transformar el pasado. Tal vez se siente culpable. Como yo. Miro la hora.
¿Si yo me muriera miraría mis fotos?
Entro a la cocina. A hacer lo que tenía pensado hacer cuando bajé. Lleno el vaso. Bebo. Bebo. Bebo. Bebo. Bebo. Bebo. Lleno el vaso. Bebo. Bebo. Bebo. Bebo. Bebo. Bebo. Lavo el vaso. Salgo de la cocina. Voy a mi cuarto. Busco un espacio vacío en la pared. Saco mi lápiz. Encuentro el espacio. Dibujo. Suena. Una puerta abriéndose. Dibujo una cerrada. Alguien entra a la sala. Escucho como mi progenitora se pone a llorar de nuevo. Escucho como mi progenitor le pide que deje las fotos y suba a dormir. Dibujo un niño al costado de la puerta. El niño que las fotos nunca van a mostrar. El niño que no se queda, que no obedece, que escribe a escondidas del mundo y ya salió a través de la puerta para jugar. La puerta que lo va llevar a su último juego. Aquel que le advirtieron que no jugara.
Pero un niño nunca hace caso.

La inevitabilidad del arteWhere stories live. Discover now