Niños que no crecen

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Toco el timbre. Me dice que suba. Se abre la puerta de la calle. Se abre la puerta del edificio. Subo hasta su departamento. Abre los brazos y me saluda. Le pregunto a mi mejor amiga desde hacía cuánto que no nos veíamos. Me responde que en ese quinceañero nos vimos. Le digo que sí, pero que sólo la vi al final, que eso no cuenta. Con intención de molestarme me dice que yo estaba muy entretenido con mi niña. Para evitar ese tema, le digo que no importa si nos vemos o no, que igual siempre hablamos. Asintiendo dice que estoy en lo cierto. Yo le digo que mismamente. Como veo que se queda callada le pregunto qué pasa. Me responde que nada y me pregunta cómo me va con ella. Le doy la única respuesta que se me pasa por la mente, que me va mejor que con cualquier relación anterior. Ella dice que eso quiere decir que tiene que estar mal de la cabeza como para que pueda mantener una buena relación conmigo. Le doy gracias y le digo qué amable eres. Me dice que de nada.

En su pequeña sala están colocados sus cuadros de la forma que mejor pudo hacerlo. Le pregunto cuándo los va a colgar. Me responde que tal vez ahora y me pregunta si le ayudo. Le pregunto en son de broma si me ha hecho venir para que sea su esclavo o qué. Me dice que soy su amigo, por lo que de cierta forma soy su esclavo que está obligado a ayudarla. Le digo que se aprovecha de mi nobleza. Me dice que no soy noble. Le respondo que mi sangre es amarilla. Me pregunta si mi sangre es orina pura. Respondo que no sé, que tendría que investigarlo. Se sienta en el brazo de un sillón porque tiene un cuadro en el lugar en el que se supone que ella debería sentarse. Extiende los brazos y me dice que voy a tener una exposición personal. Hago una mueca y le pregunto si ésta es la parte en la que salto en un pie y comienzo a decirle lo buena que es. Me mira y se ríe. Señalo un cuadro en el que uno puede intuir que hay dos personas haciendo el amor. Le pregunto si lo pinto hace más de un año. Me dice que sí, que eso fue antes de que nos pasáramos el día entero buscándole nombre al problema.

Ese día me contó un miedo que tenía sólo para terminar de convencerme que ella tenía más problemas que yo. El resto del día estuvimos buscando un nombre para el problema y haciendo bromas con ello. Antes de despedirme me mostró algo que estaba comenzando. Ahora ella está junto a ese mismo cuadro.

Pregunto si después de que yo me fui llegó a encontrar un nombre. Se caga de risa. Responde que no, ninguno. Le cuento que ese día fue uno de los pocos en los que cogí un libro y no me levanté de mi cama hasta terminarlo. Extrañada me pregunta cuál. Le digo que se acuerde. Se queda mirando el suelo y luego me mira. Dice que ella se demoró como unos tres días en leerlo. Por bromear le digo que mala suerte. Me muestra los otros cuadros. Le recuerdo que luego de un par de días nos volvimos a ver y que ella estaba saltando en un pie. Me responde que claro, que por eso pintó éste y me señala otro cuadro. Le recalco que ese lo hizo después. Me dice que sí, pero lo pintó por eso. Le pregunto si es que lo hizo gritando que le vino. Se queda pensativa y me dice que al principio, hace una pausa, cree que sí. Se ríe a carcajadas.

Le pregunto si la próxima semana vamos a la feria. Mueve el cuello para preguntarme si es que quiero buscar libros para gente que se siente incomprendida. Le digo que no sea ridícula. Me saca la lengua y me dice que me está jodiendo. Le digo que vaya al psicólogo. Seriamente, destruyendo mi broma, me responde que ya fue cuando era chibola y que no sirvió de mucho. Le confieso que yo también he ido. Me pregunta si me sirvió. Negando con la cabeza le digo que no lo sé, porque no sé ni siquiera para qué fui, solo me llevaron y ya. Le sonrío. Me siento en el suelo apoyando la espalda sobre un sillón. Ella sigue sentada en el brazo. Me cuenta que a ella la mandaron porque a sus progenitores no les entraba en la cabeza que una niña se pusiera a leer más que a salir a jugar. Recuerdo cosas que me ha dicho antes y le pregunto, solo para confirmar, si su viejo la putea cada vez que la ve leyendo. Me responde que sí, que la putea cada vez que la ve haciéndolo. Yo le cuento que sigo sin saber por qué fui, pero que también fui de chibolo, que puede haber sido por algo parecido y recuerdo algo y le cuento sobre el día que pinté todas las paredes de mi cuarto y no entendían qué era lo que había pintado y menos aún el porqué había hecho eso, aunque lo sigo haciendo ahora y ya no me dicen nada. Ella me pregunta si me salía del molde. Serio le respondo entre suspiros que tal vez nunca encontraron un molde en el cuál colocarme. En broma me dice tranquilo, chico especial.

Se queda un momento absorta mirando la calle, tal vez esté mirando el cielo, todo gris. Es como si tratará de divisar algo que ya está muy lejos, como si quisiera tener un atisbo de ello por una última vez antes de dejarlo ir. Me mira. Melancólicamente me pregunta por qué pasábamos tanto tiempo juntos. Pestañeo. Lo vuelvo a hacer. Pienso. Parece que piensa. Me rasco la cabeza y le digo que no lo sé. Ella dice que tampoco. Se desparrama sobre su sillón. Casi bota su cuadro. Intento buscar una respuesta y le digo que tal vez sea porque de cierta forma somos un reflejo del otro. Pregunta que a qué me refiero. Le digo que hemos pasado por varias cosas iguales. Gira la cabeza hacia mí. Le digo que pensamos parecido, que también es como si pudiéramos hablar de verdad, no sólo sobre cualquier huevada. Me pregunta por qué. Le respondo que dibujamos, que a veces leemos, la música que escuchamos, que no nos gusta estar rodeados de muchas personas y que sólo nos llevamos muy bien con quien es parecido a nosotros. Me dice que varias veces hemos estado hablando por horas, hasta que alguno de los dos tenía que irse.

Le digo que somos un par de niños asustados.

Ella afirma eso y agrega que vemos el miedo en la cara del otro, que por eso nos caemos tan bien. Se queda pensativa. Me pregunta si veo eso cuando miro los ojos de mi enamorada. Le digo que no, que cuando los miro siento una especie o suerte de alegría, que me transmite eso, como si nunca hubiera sido tocada por algo malo, como si todavía no se sintiera derrotada, como si al mostrarse tal como es nadie la hubiera destrozado. Se sienta y sonríe maliciosamente. Me mira a los ojos para decirme que ahora voy a ser yo el que la destroce. Entre risas le digo que sí, que le voy a meter dinamita por la oreja y la haré explotar. Ilusionada me pregunta si habrá fuegos artificiales. Me río. Le recuerdo que me contó que la última vez que estuvo con alguien quería que la llenara de chocolate. Responde que sí, y que casi lo hacen pero salía demasiado caro. Exclamo que es una cochina. Me dice que no joda, que hubiera sido genial. Sarcástico le digo que sí, que un pata le llene todo el cuerpo de chocolate es genial. Ella agrega que lo lama, que esa es la parte buena, para después bañarse juntos. Le digo que si este país no fuera tan cucufato, yo podría hacer lo mismo. Me pregunta si tengo tanta plata como para conseguir esa cantidad de chocolate. Me quedo pensativo. Le digo que no, no tengo esa plata en este momento, pero que puede ser que más adelante la consiga, en algún punto de mi vida. Ella me responde que tendría que encontrarme con alguien que también quisiera hacerlo conmigo, y que tenga por seguro que ella no lo va a hacer. Pregunto por qué. Me mira y me dice que con tremenda cara de virgen que tengo, seguro que lo hago mal. Le digo que gracias, que ella siempre es tan amable. Ella responde que sabe que es un don del cielo. Digo que no por eso deja de ser una cochina al desperdiciar tanto chocolate. Exclama que no se va a desperdiciar, que lo van a lamer. Le digo que va a acabar con toda la panza empalagosa, todo el cuerpo pegajoso. Con confianza dice que se quedará pegada al otro, que nadie los podrá separar. Yo recalco hasta que se bañen. Dice que no, porque se bañarán juntitos. Me saca la lengua. Le digo que es mayor que yo, pero que sigue siendo una niña. Burlona me pregunta si soy muy maduro. Le respondo que lo suficiente como para poder desenvolverme solo, al igual que ella, aunque dudo mucho que eso sea madurez. Se rasca el codo. Me pregunta si creo que realmente somos capaces de desenvolvernos solos. Pienso. No. Se ríe de mi honestidad.


La inevitabilidad del arteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora