Capítulo 1: Nuevos aires. (1/2)

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Mientras subía las escaleras podía sentir mi pulso acelerado, la sangre palpitaba con fuerza en mis venas, en especial en el cuello, la sentía correr con inusual calidez por todo mi ser. Mi respiración también era irregular y odiaba que así fuera porque pronto tendría que hablar, y tal vez pasara eso que me pasaba cuando estaba nerviosa. No importaba cuantas veces hubiese creado la escena en mi cabeza, ni que los diálogos estuvieran preparados con respuestas múltiples de acuerdo a lo que me preguntaran, nada funcionaba, me quedaba con la garganta seca, sin voz, y esperaba, en verdad esperaba poder superar esa próxima hora con un poco de aplomo. No podía estar nerviosa en uno de los días más felices de mi vida. El día en que dejaba de sentirme idiota, anormal, y fuera de lugar. El día en que ingresaba a una escuela en donde lo que yo hacía (crear mundos) no era considerado una pérdida de tiempo.

Mis piernas dejaron de temblar cuando por fin llegué al tercer piso, pero mi respiración seguía irregular, aunque un poco menos que un momento atrás, cuando estaba recordando el día en que me aceptaron en el Instituto Salazar de Artes y Letras. La aceptación llegó después de que toda la esperanza se había esfumado para ser sustituida por la resignación, cuando ya planeaba que hacer con dieciocho años recién cumplidos y sin ser aceptada en ninguna de las universidades que quería, para estudiar lo único que me hacía sentir mejor.

Trabajar, por supuesto, esa había sido la respuesta inmediata, era lo que todos esperaban de mí, era incluso lo que yo esperaba de mí misma, y fue justo en ese momento en que fui salvada de llevar una vida ordinaria que si no acababa matándome acabaría por volverme ordinaria a mí también. Mi aceptación llegó por correo convencional, algo extraordinario en esos días, en un lindo sobre blanco, de papel grueso y lleno de esperanzas.

Tragué con fuerza antes de echar a andar a la oficina de inscripciones. Está se encontraba a la derecha, luego de una pared llena de panfletos coloridos y anuncios del curso pasado. Era un pasillo largo pero estrecho, con sillas negras pegadas a la pared, puertas de vidrio, y ventanas, algunas con las persianas desplegadas para evitar que miráramos lo que ocurría dentro, pero por lo que podía ver de las oficinas que sí estaban visibles, no eran más que oficinas comunes y corrientes, con escritorios pesados de metal de color gris, pilas y pilas de carpetas de color beige, y cansadas personas tecleando con desgana en sus computadoras, que por extraño que me pareciera no eran anticuadas, como en las escuelas a las que había asistido antes, sino que bastante nuevas.

Mi oficina era la de los becados, la encontré de inmediato por el rotulo en negro sobre el cristal. Estaba con las persianas plegadas así que alcancé a ver a la secretaria dentro, era una mujer de edad media, robusta pero bonita, con el cabello recogido en una coleta, y vestida con un conjunto de color lila, pero se encontraba abstraída por completo en sus deberes así que me senté en una de las sillas negras pegadas a la pared. No había nadie, por lo que me dediqué a tranquilizar para cando me llamaran, y para eso faltaba poco pues en mi carta de aceptación indicaba que me querían ver el lunes tres de agosto a las diez de la mañana. Y eran las nueve treinta.

Estaba quieta en mi lugar cuando un hombre apareció y ocupó el lado continúo al mío. No me tomé la molestia de saludarlo ni entablar una conversación con él porque el sujeto tampoco lo hizo conmigo, se limitó a sacar una pequeña libreta del bolsillo trasero de su pantalón y un lápiz de entre su cabello, que era todo un desastre. Lo llevaba largo, atado en una alta coleta de caballo, y de ésta salían unas cuantas rastas, con cuentas de madera colgando de ellas. Llevé la mirada a sus manos, pues no pude evitarlo al percatarme de lo que hacía; estaba dibujando, y por su aspecto pude notar que era un sujeto adulto, con las manos sucias y delgadas, con largos dedos como los de una bruja. Aparté la mirada de inmediato, sin mirarle la cara, ya había visto suficiente del tipo; un asqueroso hippie o mochilero, no estaba segura pero podía ser lo último, pues cargaba consigo una mochila grande de color café grisácea, llena de parches y porquerías colgando de ella, y parecía ansioso, como si no quisiera estar mucho tiempo ahí.

Sueños de tinta y papelWhere stories live. Discover now