Capítulo 17: Días de fuego. (2/2)

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El resto de la semana decidí ir a mis clases sin faltar una sola hora, ya había arruinado mi vida personal, mi vida académica tenía que salir a flote como sea. Me levantaba en las mañanas antes que Lorena, a causa de no dormir en casi toda la noche. Tenía una especie de duermevela, cualquier cosa me despertaba y para cuando mi despertador sonaba, yo ya llevaba varias horas despierta, me bañaba de prisa, me alistaba sin tomarme el tiempo de ver si mi cabello estaba ordenado, usaba cualquier ropa, lo primero que encontraba en mi armario, el maquillaje había desaparecido por completo de mi rutina. Me limitaba estar decente para asistir a clases. Al salir, iba directo a mi habitación, me sentaba frente a la computadora y no me levantaba hasta terminar mi tarea, luego leía, o escribía.

Durante ese tiempo escribí mucho pues no tenía a Diego para escucharme, comencé a escribir cartas dirigidas a mi madre, aunque sabía que jamás las leería. Le decía que lo sentía, que también a ella la había traicionado, pero no había podido evitarlo, le decía que la traición corría por mis venas, y no era herencia de ella. Leí más y bebí café como si mi vida dependiera de eso, no me apetecía hacer nada, sólo podía quedarme quieta, contemplando el tiempo pasar, sin poder evitar derramar un par de lágrimas, sólo un par, porque estaba casi seca, inerte después de llorar tanto esos primeros días. Quería tener fuerza incluso para llorar, gritar y maldecirme a mí misma por lo que había hecho pero no podía, así que los días pasaron, y solo eso.

Creía que nadie notaba lo desgraciada que era por dentro, creía que a nadie le importaba lo que había pasado, pero no era así, a alguien le importaba, y era a mi asesor, el profesor Pineda. Era un lunes, una semana exacta después de que Diego me dejara.

Al finalizar la clase, Pineda me pidió permanecer en el aula. Era la última hora, estaba cansada, dispuesta para ir a mi habitación, a repetir la monótona rutina que había hecho desde la semana pasada.

Esperé a que todos se fueran, luego me levanté, tomé mi mochila del suelo y me acerqué al escritorio de Pineda.

—¿Cómo estás? —Preguntó. Se había dejado crecer la barba, lucia maduro, pero la pizca de juventud en sus ojos le daba un toque en cantador.

—Bien, gracias—comenté, ansiosa por irme, nerviosa porque notara la tristeza que albergaba tras mis ojos.

—No te preocupes—comenzó, al tonar mi ansiedad —no te reportó nadie, ni tienes ni un problema.

—¿Entonces puedo irme? —pregunté, desviando la mirada de él. —Tengo tarea que hacer.

—No—contestó—te mandé a llamar porque quiero hablar contigo. Dime cómo estás. Te veo un poco enferma, desvelada.

Pineda era uno de los únicos profes que se dirigía a sus alumnos de , de una forma más íntima, todos los demás maestros nos decían usted, a pasar que éramos solteros, jóvenes, sin hijos, sin edad suficiente para recibir ese distintivo.

Miré al piso, con ganas de soltar a llorar.

—Estoy bien, —insistí—estoy pasando un poco de hambre, frío y carencias, pero es por lo de la beca. Usted ya sabe, cosas de dinero. Tal vez es por eso.

—Sé que la situación está difícil, pero no creo que estés mal por eso.

Odié que Pineda fuera psicólogo, todos los demás maestros eran artistas, no analizaban a sus alumnos de la misma manera que Pineda. Muchos incluso veían la desgracia como algo productivo en cuanto a la escritura se refiere. El resto de mis maestros estaban contentos con mi desempeño de esa semana, mis poemas eran desgarradores, mis reportes perfectos. Los tenía a todos muy contentos, hasta creía que obtendría mejores calificaciones que en el parcial anterior.

Sueños de tinta y papelWhere stories live. Discover now