Capítulo 24: Mala compañía. (2/2)

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Y ahí estábamos los dos, dos almas titilantes, lidiando con el mundo en general. Y es que éramos tan parecidos, quizá por eso estábamos tan lejos, había una distancia infranqueable entre los dos, y siempre iba a existir. Las almas hechas de la misma composición se repelen o se destruyen, pero siempre se añoran. Y ya habíamos hecho ambas cosas, nos destruimos al lastimar a Diego y entonces nos encontrábamos distantes, añorándonos a pesar de estar uno al lado del otro.

Yo lo miraba, y él miraba al horizonte, era un enfrentamiento entre el azul oscuro del mar y el intenso verde de sus ojos, un contraste que no resultaba hermoso, sino chocante, casi violento. Pude quedarme mirándolo toda la noche, hasta que el sol le iluminara el rostro, o hasta congelarme, lo que pasara primero, pero no pude hacerlo porque algo suave, cálido y mullido cayó sobre mis hombros, y antes de procesar que era, sentí la presencia de Diego a mi lado. Estaba justo atrás de nosotros, casi en medio de ambos, había dejado caer una enorme sabana en mi cuerpo, a Alejandro le pasó un suéter, se lo aventó a las manos, y éste apenas logró atraparlo, no miró la prenda, la recibió como acto reflejo pero no perdió de vista a su hermano, ni uno solo de sus movimientos.

Diego se dejó caer entre los dos, en la arena, se sentó en el pequeño espacio que nos separaba, alejándonos más en el proceso, y a cada uno nos atrajo hacia sí. A Alejandro le pasó un brazo por los hombros y a mí me tomó por la cintura y me acurrucó a su lado, y así, los tres nos fundimos un incómodo abrazo.

—¿Qué hacen? —Preguntó Diego, luego de un minuto— ¿Me están engañando otra vez? —y aunque su tono de voz era suave y dulce, el corazón se me heló, y no pude sino quedarme quieta, asustada.

—No—fue Alejandro quien contestó, con la voz quebradiza. —, sabes que no lo haría.

—Pues que bueno—contestó Diego, aun sin soltarnos—porque no los perdonaría de nuevo.

Nos quedamos callados los tres, en ese abrazo que nos estaba rompiendo, hasta que Diego suspiró. Tardó bastante rato así, apretándonos, hasta que aflojó el abrace sobre nuestros cuerpos.

—Tienen suerte de que los quiera tanto—comentó, y se puso de pie. Una vez incorporado se volvió a mí y me ofreció la mano. Lo miré desde mi posición, desde el suelo, y aunque el corazón me latía con fuerza y sentía autentico miedo de él, me obligué a tomar su mano, levantarme y dejar que me envolviera en sus brazos.

—Buenas noches, Alejandro—comento Diego, antes de echarnos a andar.

Le eché una última mirada a Alejandro y él asintió, así que seguí a donde Diego, porque aunque tenía miedo, no era precisamente por mi integridad física, porque sabía que Diego no me haría nada, temía por otra cosa, por perder su confianza. Y si así era, bien merecido me lo tenía.

Llegamos a la casa muy rápido, entramos juntos, y sin decir nada, nos dirigimos a la habitación en la que habíamos estado durmiendo, en la entrada me adelanté, él le puso el seguro a la puerta, que cerró con más fuerza de la necesaria.

Me quedé de pie, muy cerca de la cama, con la mirada clavada en el piso, y cada pocos segundos la llevaba a él, que me miraba sin descanso, me miraba con insistencia, hasta que por fin habló.

—Me da asco—dijo, con la mandíbula apretada, con los puños cerrados. Me di cuenta que ponía todo su empeño por mantener las manos quietas. —se me revuelven las tripas.

—Diego...—intenté hablar, pero la voz me salía tan pequeña que me rendí.

—Me dan ganas de vomitar. —Continuó, y me atreví a mirarlo, tenía el rostro congestionado, el ceño fruncido, los ojos encendidos —Cada vez que pienso que estas con él, me dan ganas de vomitar.

Sueños de tinta y papelWhere stories live. Discover now