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Lady Catelyn había, prácticamente, obligado a su hermano a aceptar protectores, después de llegar al acuerdo de que ella tendría una guardia de treinta hombres liderada por Hallis Mollen; que la protegerían y escoltarían hacia Winterfell en caso de que la batalla se complicara. Lady Catelyn insistió a su vez en que él estuviera guardado, y los señores vasallos estuvieron de acuerdo. Muchos de sus hijos exigieron a gritos el honor de cabalgar con el Joven Lobo; como habían empezado a llamarlo. Entre los treinta guardias de Robb estaban Torrhen Karstark y su hermano Eddard, Patrek Mallister, Small-Jon Umber, Daryn Hornwood, Theon Greyjoy, algunos de los hijos de Walder Frey, y hombres mayores como Ser Wendel Manderly y Robin Flint. Y finalmente Sara y Dacey Mormont, la hija mayor de Lady Maege, heredera de la Isla del Oso. Algunos de los señores refunfuñaron al verlas, pero Lady Catelyn no prestó atención a sus protestas
—Aquí no se trata del honor de sus casas —les dijo—. Se trata de mantener a mi hijo sano y salvo.
Y aquello había dejado a Sara confundida. No entendía si la mujer pretendía que muriese en batalla, o si estaba siendo amable genuinamente. Desde que habían pasado por el cruce su trato hacia ella había cambiado; sus miradas ya no estaban tan llenas de odio e incluso algunas veces, cuando era necesario se dignaba a dirigirle la palabra. Quizás tendría algo que ver con el hecho de que la había vendido a los Frey.
El día antes de la batalla Sara no había probado bocado, estaba nerviosa por lo que venía e incluso tuvo momentos en donde se llenó de dudas; pues ella había ido como sanadora y no a combatir, pero su hermano necesitaba a todo aquel que fuera capaz de blandir una espada mientras cabalgaba, tirar de un arco o luchar con una lanza. A pesar de eso, poco a poco se fue convenciendo de que estar ahí era lo correcto; por Robb, por Bran y Rickon, por Winterfell, sus hermanas, su padre e incluso por Lady Catelyn.
Dacey Mormont entró a su tienda acompañada de un chico pequeño y delgado, o al menos eso aparentaba parado junto a la chica que medía más de un metro ochenta de estatura.
—Estás lista — observó Sara mirando el grabado de oso que tenía en el peto de la armadura.
—Se podría decir — le dijo la chica con una sonrisa. — He traído a alguien para que te ayude; recordé que me dijiste el otro día que no tenías escudero.
—No es necesario, yo me las arreglaré.
—Insisto— Dacey volteó a ver al chico sin dejar que Sara mencionara otra palabra—. Rivian, ayúdala con su armadura —ordenó al escudero.
—Sí mi lady — respondió el chico haciendo una reverencia y en seguida se acercó a la armadura de Sara y comenzó a prepararla para colocársela.
