Cap. 24: Sobredosis de agua salada

824 79 47
                                    

Mi poder de persuasión —o chantaje, como lo llaman las malas lenguas—, más la accesibilidad de parte de mi novio, nos llevaron a rentar unas bicicletas y tomar un paseo para recorrer los puntos más icónicos del estado, lo cual no había resultado muy bien al inicio, ya que no habíamos ni recorrido quinientos metros y nos encontrábamos jadeando como perros sedientos. Pero poco a poco fuimos agarrando nuestro ritmo, el cual incluía pausas repetitivas, y logramos pasear por un buen rato.

Y fue bastante chistoso tengo que decir, porque descubrí que a mi talentoso novio, no se le daba muy bien pedalear. Resultó ser mejor en actividades que involucraran la parte superior de su cuerpo; sus pies simplemente no quieren coordinar.

Así que después de varios manubrios, tropezones, gritos de él, y carcajadas de mi parte, hicimos una de nuestras múltiples paradas. En esta ocasión, nos detuvimos frente a una playa.

—Recuérdame no ceder tan sencillamente a la próxima —me pide Thiago, hablando entre jadeos.

—Ay, no estuvo tan mal —refuto.

—No, nada más terminamos en calidad de sopa. —Hace una mueca, para de ahí tomar el borde de su camiseta, y alzarla quitándose con la tela el sudor de la cara.

Uh, creo que propondré más viajes que incluyan ciclismo.

—¿Quieres bajar un rato? —Señalo con la cabeza la playa, a lo que él asiente antes de sacar una botella de agua de la mochila en su espalda y empinársela.

—Vamos —responde una vez que la botella ya está vacía.

Con cuidado, colocamos las bicicletas junto a una barda donde empiezan las escaleras que dan a la playa, asegurándolas con un candado especial para estos artefactos con ruedas.

Empezamos a bajar los escalones, hasta llegar al último peldaño. Nos quitamos nuestros zapatos y nos adentramos en la playa, sintiendo la arena bajo nuestros pies. Decidimos caminar un rato por ahí, a la orilla del mar.

Después de recorrer unos kilómetros, nos damos cuenta de que al fondo hay unas dunas alzándose varios metros del nivel de la arena. Y como mi curiosidad no puede estar quieta, decido arrastrar a Thiago conmigo hasta llegar allí. Cuando llegamos me percato de que hay un par de señores rentando cuatrimotos para la gente que se anima a conducir por las montañas de arena.

—¿Podemos? —le pregunto a Thiago, jalándolo del brazo.

—¿Quieres subirte a eso? —Pone una mueca de horror.

Ruedo mis ojos.

—Vamos, seguramente es seguro.

—¡Es un vehículo mortal de cuatro ruedas!

—Vaaaaale, no seas exagerado.

—Rox, por si no lo notaste, manejar transportes que no sean autos, no es considerado uno de mis talentos.

—Pero, ¡qué tan difícil puede ser! —insisto—. Es como ir en una bicicleta gigante de cuatro ruedas.

—¡Apenas y podía manejar la bicicleta!

—Pero aquí no tienes que pedalear, solo es mover el volante. —Hago un puchero con la boca, pero él sigue sin verse muy convencido—. ¿Podemos aunque sea ir a preguntar?

—Bueno...— alarga, siguiéndome el paso nuevamente.

Caminamos hasta una pequeña carpa, donde están los señores que vimos a lo lejos.

Hey. ¿Les interesa adentrarse en un recorrido de adrenalina pura? —nos pregunta uno de ellos, apenas aparecemos en su campo de visión.

Premonición de amorWhere stories live. Discover now