Tiempo devorador, embota las garras del león

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Estábamos las dos sentadas en mi cama, Camila detrás de mí, desenredándome el pelo. Me resultaba extraño que le gustara hacer eso, pero al parecer así era. Lo hacía despacio y yo aguantaba sus tiernos cuidados, procurando que mi impaciencia innata no saliera a la superficie.

-¿Camila?

-¿Sí, mi señora?

-Estas historias que quieres escribir en pergaminos, ¿las cuentas también en voz alta? O sea... ¿eres bardo, Camila? -le pregunté a la joven. Sus manos se detuvieron, y sentí que la había ofendido o que la había obligado a pararse a pensar.

-Nunca he recibido formación como bardo, mi señora -contestó, reanudando su anterior actividad.

-Pero... ¿cuentas historias? -insistí.

-Sí, mi señora, las cuento.

Sonreí.

-Bien -contesté, doblando las piernas y colocando los codos sobre las rodillas-. Cuéntame una historia, Camila. -Hubo un momento de silencio-. ¿Por favor? -añadí suavemente.

No lo veía, pero si Camila era fiel a sí misma, ahora me estaría mirando con una sonrisa confusa. Cuando empezó a hablar, fue como si su voz perteneciera a otra persona. Había poder y carisma en esa voz y yo me había pasado la mayor parte de mi vida alentando a los soldados en el campo de batalla con poderosas arengas, de modo que reconocía una buena capacidad oratoria cuando la oía. Cerré los ojos y podría haber estado en una taberna, escuchando a un bardo ambulante, o incluso en un banquete, escuchando a Safo o a Eurípides.

-Había una vez un león grande y fuerte que reinaba en cierta jungla, protegiéndola de todos cuantos quisieran hacerle mal. Un día, el poderoso animal estaba cazando para cenar y un conejito marrón pegó un salto y cruzó corriendo ante el león. En cuanto el animalito vio a la inmensa bestia, no pudo seguir adelante. Su miedo lo dejó paralizado en el sitio. Hasta el pequeño conejito había oído hablar del Gran León. Era conocido como el rey de los animales y reinaba sobre todas las cosas de la jungla.

«El león se preguntó por qué el animalito no seguía corriendo. Era la primera vez que el león se daba cuenta de que podía dar miedo a otros. El caso es que el león lucía un ceño feroz la mayor parte del tiempo, debido al dolor constante que sufría. El dolor procedía de una gran espina que tenía clavada profundamente en la zarpa trasera. Llevaba allí muchas estaciones, pero por mucho que lo intentara, el animal no conseguía quitarse la espina. Por lo tanto, se había resignado a llevar una vida colmada por el recordatorio constante de una necedad que cometió cuando era un león mucho más joven.

«De modo que el animal se acercó al conejo, que seguía temblando asustado, sin poder correr. El león agitó la gran melena de un lado a otro, removió el suelo con las zarpas y hasta soltó un rugido que se oyó por toda la jungla. Sin arredrarse, el conejo siguió en su sitio.

«-Serás mi cena si no huyes -dijo el león, acercándose cojeando para sentarse delante del conejo.

«-Pero me atraparías de todas formas, majestad, así que, ¿de qué me serviría huir? -contestó el conejo.

«-¿Así que prefieres que te coma, sin defenderte siquiera?

«-Podría ofrecerte un trato, majestad -contestó el conejo rápidamente.

«El conejo no era un animal estúpido, pero era, efectivamente, uno de los más pequeños de la jungla. Su tamaño y su posición, en el mundo animal, le daban una desventaja constante. Sin embargo, había aprendido a usar su ingenio para sobrevivir.

«-¿Qué podrías ofrecerme, conejito, que no pueda arrebatarte sin más? - preguntó el león.

«-Amistad -contestó el animalito al instante-. Si me prometieras no comerme jamás, te ofrecería mi amistad a cambio.

La Conquistadora (Camren)Where stories live. Discover now