Lamentos

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Sieglinde observó el pequeño objeto que había caído al piso con mucho asombro, llevando de inmediato al interior de ella una cascada de recuerdos, como si una presa finalmente se hubiera roto en su interior y ahogó su corazón. Se agachó de cuclillas y agarró la cajita detallándola. Era una hermosa caja musical de madera tallada con rosas y crisantemos. A un lado, se encontraba una llave giratoria dorada, que pedía a gritos que la girara. Su interior se desbordó de la más grande nostalgia al recodar quién se lo había obsequiado.

—Thomas...

Giró la llave unas cuantas veces y una hermosa canción comenzó a salir de los engranajes de la caja, inundando la habitación de la más pura melancolía. Era como si por primera vez en mucho tiempo el corazón de Sieglinde había recuperado la voz para cantar.

Amaba recordar a Thomas, le dolía recordar a Roosevelt. Ese hombre que juró amarla hasta el final de los días, incluso después de haber descubierto su secreto. ¿Había jugado con su corazón? Sí. ¿Era culpa de ambos? No, fue de esos malditos conflictos que había en ambos países y la guerra que los llevó a ese punto.

Cada nota que resonaba desde la cajita musical invadía el lugar de nostalgia y amor. La mujer se llevó las yemas de sus dedos a la cara al percatarse de que sus mejillas estaban mojadas. La cascada se había desbordado de sus ojos e hicieron que soltara hermosas lágrimas que desprendían los sentimientos más puros.

Al escuchar que la puerta se estaba abriendo, se apresuró a secar sus lágrimas y ponerse en la mejor compostura posible. Entró una mujer hermosa y elegante bastante mayor que Sieglinde, de cabellos rubios recogido en su perfecto peinado y ojos que reflejaban la más cruel frialdad. Su traje vino tinto ceñido al cuerpo le formaba una bonita figura, pero era la elegancia y seriedad de esa mujer lo que más atraía la atención de todas las personas que la observaban cada vez que entraba a cualquier lugar.

—Tía Magda*. —Sieglinde realizó una pequeña reverencia y se puso derecha de nuevo. Era la única mujer a la quien realizaba reverencia, pues la había criado toda la vida. Además, esa mujer ostentaba el puesto de la Madre del Reich. No podía simplemente actuar como si fuera otra persona. Consideraba a Magda como lo más cercano a una figura materna.

Meridithia entró detrás de la mujer y cerró la puerta. Magda la miró de reojo y habló con voz tosca.

—Tráeme una copa de champagne.

—Si, señora Goebbels. —Meridithia miró a Magda antes de realizar una corta reverencia y retirarse del lugar.

Cuando la mayor se aseguró que la sirvienta había cerrado la puerta con seguro, se acercó a Sieglinde.

—No sé cómo sigues teniendo a esa mujer de sirvienta. Deberías buscar a una mujer más femenina.

—Meridithia me ha servido bien, no tienes por qué preocuparse, tía. —Magda se percató de que Sieglinde tenía la cajita musical en sus manos. Conocía la historia detrás de la misma.

—Pensé que lo habías botado. —dijo la rubia con sequedad mientras miraba la caja. Sieglinde se dio cuenta de eso e instintivamente apretó su agarre.

—Yo también pensé lo mismo, pero lo encontré hoy. Estaba escondido en el armario.

—Está bien. —Magda extendió su brazo y le mostró la palma a Sieglinde —. Ahora, dámelo.

Sieglinde se sorprendió al escuchar eso. No quería tirarlo a la basura o que alguien más lo poseyera. Era su regalo, era su melodía. Era su alma.

—Lo lamento, tía, pero no puedo dárselo. Esta es mi canción. Aun así, no debe por qué preocuparse, no tengo sentimientos hacia el que me lo regaló. Además, estoy comprometida con André.

De la A a la Z - Saga del Reich IIWhere stories live. Discover now