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—Señora —habló Rommel—, tengo algo urgente que comentarle. Pensé en que algún subordinado le dijera, pero es demasiado importante para posponerlo.

—Bien, te escucho.

—No debe ser aquí, es algo sumamente delicado. Tiene que ver con Ludwig y su sucesión.

El ceño de Sieglinde se frunció involuntariamente. Si el mariscal decía algo como eso, significaba que era una situación preocupante. Decidió que era mejor idea hablar en su oficina, ya que lo había modificado de tal forma de que no pudiera ser interferido por algún tipo de micrófono, ya sea implantado en la oficina, o portátil por parte de una persona.

Sieglinde se sentó en su silla e invitó al mariscal a sentarse, pero se negó. Ambos miraron la seriedad y el cansancio en la mirada del otro. La infanta intentó relajarse para recibir la noticia mientras detalla la seriedad del oficial de alto mando. Admiraba cómo podía seguir de pie y dar la moral necesaria a los soldados aún con todo lo que había visto: sangre, muerte y destrucción por todas partes. En cambio, para Rommel le parecía injusto cómo la menor tuvo que madurar apresuradamente para hablar y tomar situaciones sobre temas que jamás debió haber escuchado en su vida. Cuando creyó que estaba listo, la mujer le dio la palabra.

—Como usted lo sabe, mi misión en Berlín termina hoy, y a las catorce horas debo partir hacia el frente de batalla. Cuando estaba a punto de retirarme, escuché hablar a algunos altos mandos de las SS, incluyendo al Reichsführer. Quieren sacar al comandante Hitler del camino.

Al escuchar esas palabras, Sieglinde se alarmó, acercándose a la mesa y descansando su cabeza en los dedos de su mano izquierda, pero generó el efecto contrario, tensionando la piel de la cara.

—Explíquese, mariscal.

—En unos días van a llamar al instituto Kaiser-Wilhelm* para declarar a Ludwig impedido mentalmente para suceder al Führer.

La mujer se enderezó en su asiento mientras procesaba la información que le había dicho Rommel. Conocía bien su trayectoria y su rectitud, jamás mentiría en algo tan delicado como eso. No sería capaz de difamar a nadie por su propio beneficio*. Además, sabía que había muchas personas peleando por la sucesión desde la muerte de Heydrich.

—Ahora entiendo por qué Himmler no había hecho nada desde la muerte de Heydrich hasta hace muy poco. Debí haber actuado mucho tiempo atrás. Algo se me ocurrirá.

El mayor de los presentes miró el reloj, y frunció el ceño con preocupación. Sí no se retiraba de inmediato, no podría reunirse con Hitler a tiempo y sospecharía de la situación.

—Lo lamento, debo retirarme.

—Ha ayudado gratamente al Reich, estoy agradecida con usted. Tenga un buen viaje y éxitos en la campaña.

Ambos estrecharon las manos y Sieglinde vio al mariscal retirarse de la oficina. Apenas escuchó el seguro de la puerta, se recostó en la mesa mientras miraba la ventana, apreciando los árboles con sus nacientes hojas al final del invierno. El tiempo estaba jugando en contra para rescatar a Alec, y ahora tenía que resolver el problema de Ludwig. Sabía que necesitaba más tiempo para recuperarse, y si mañana hacían el examen no lo pasaría, logrando el objetivo de Himmler. Cuando recordó el nombre del instituto, llamó a Meridithia para que fuera por el doctor Mengele.

Sieglinde sabía que Josef llevaba trabajando desde hace varios años como antropólogo, y cuando se recuperó del ataque durante la campaña del frente oriental, fue reintegrado a Berlín para continuar con los estudios antropológicos y raciales al lado de su mentor, el doctor von Verschuer* con quien había trabajado en Frankfurt años atrás.

De la A a la Z - Saga del Reich IIOnde histórias criam vida. Descubra agora