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Cómo si se hubieran puesto de acuerdo, Sieglinde y Ludwig llegaron al mismo tiempo al Berghof. Los rostros de los recién llegados estaban en un cúmulo de gestos que podían variar entre la nostalgia, decepción e incluso tristeza. Pero de todas ellas se asomaba un ligero brillo de esperanza de que las cosas podrían mejorar.

No hubo tiempo para el reencuentro o un abrazo inicial, pues fueron convocados a diferentes horas por Hitler para que reportaran lo que había sucedido en sus respectivos viajes.

El primero en entrar a la oficina fue Ludwig, quién con suma seriedad informó los resultados del recorrido a los diferentes Gau. Aunque estaba preparado para ser confrontado en cualquier momento, no hubo necesidad. Hitler nunca mencionó algo que estuviera relacionado a los campos de concentración ni Alec. Internamente, Ludwig agradeció a Mengele de que no lo hubiera delatado, le debía una grande.

Mientras se daba la reunión, la mente de Ludwig estaba inquieta con un pensamiento que llegó de sorpresa, algo que le habían dicho en Auschwitz. Esa amenaza que Mengele dijo sobre dispararles a Alec y él si intentaban escapar del campo. ¿Había sido una orden real? Y en caso de que sí lo fuera ¿Lo dio el Führer o Himmler? Quería creer que había sido idea del Reichsführer.

Aprovechando que no tenía mayor cosa que hacer después de la reunión, decidió despejar sus inquietudes nadando en el lago.

Sieglinde fue la siguiente en entrar a la oficina. Explicó a Hitler que el plan en parte había funcionado. La intención inicial no era del todo convencer al rey de terminar la guerra, pues habían demostrado en ocasiones anteriores que no se rendirán. El verdadero motivo del viaje era demostrar que los alemanes podían entrar cuando quisieran al Reino Unido, y que tenían nobles que estaban dispuestos a negociar una tregua.

Al escuchar que el duque de Lancaster tenía intenciones de negociar, Hitler sonrió satisfecho para hablar:

—Es el asesor principal del rey. Aunque esté convencido de que no necesita una tregua, no podrá hacer oídos sordos a su mano derecha.

—Al menos que sea Stalin.

Hitler soltó una carcajada cuando escuchó ese comentario de su hija para luego espetar:

—Si ese hombre supiera que nosotros enviamos esas cartas haciéndonos pasar por sus ministros. Fusiló a todos pensando que ellos habían jurado lealtad a nosotros.

—¡Qué horror! —soltó Sieglinde con una risa— Sí que es un hombre bárbaro.

—Entonces —interrumpió Hitler— ¿En cuanto tiempo crees que recibirás una respuesta?

—Siendo optimistas, una semana. En el peor de los casos podrían tardar un mes o dos.

—Avísame cuando tengas la respuesta —le dijo con una sonrisa antes de hacerle un gesto amable con la mano indicando de que podía retirarse.

—Sí, mi Führer —respondió Sieglinde antes de alzar el brazo en un Heil y salir de la oficina.

No tardó mucho en que los oficiales le dijeran dónde se encontraba su hermano y dio una rápida caminata hasta llegar al gran lago. Sus aguas se reflejaban como cristales al contacto con el sol, y logró divisar un poco lejos de la orilla a Ludwig, quién tenía una pantaloneta de baño blanca. Sieglinde gritó un par de veces, logrando llamar la atención del rubio que regresó nadando hasta la orilla.

Era de las pocas veces que el austríaco se veía en paños menores. A pesar de su incidente del año pasado, hacía todo lo posible para mantener su cuerpo atlético. Eso se demostraba con su cuerpo bien definido y su buena agilidad para la natación, usado como terapia para el fortalecimiento muscular.

De la A a la Z - Saga del Reich IIWhere stories live. Discover now