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Cada día que Alec avanzaba en Auschwitz sentía que estaba al borde de la muerte. Una sola llamada, una equivocación por parte de él o un soldado e incluso el simple destino de una enfermedad podría acabar con su vida. Su monótona vida se resumía en despertar, aguantar largas horas desde las tres o cuatro de la mañana en el conteo diario de prisioneros, trabajar, comer un intento fallido de sopa con pan mohoso que no sobrepasaba las doscientas calorías* al día, seguir trabajando y dormir para volver a despertar de esa tortura.

Cuando tenía la oportunidad de estar solo sacaba su cajita musical y se consolaba con su tierna melodía. Cada nota le recordaba las veces en que su madre le acariciaba la cabeza tarareando la canción antes de irse a dormir. Cuanto la extrañaba en ese momento, daría absolutamente todo lo poco que tenía solamente por un segundo de abrazo hacia esa bella mujer.

También rezaba en sus momentos libres con los pergaminos que le había entregado Pilecki antes de irse. A veces, para cubrirse la cabeza usaba su propia camisa. Sabía que no era el elemento correspondiente e incluso sentía que podía ser un insulto a Dios, pero Alec creía que era mejor eso a nada.

Podía ser un poco más del medio día, pues el sol estaba en su máximo punto. El verano estaba a punto de llegar y el ambiente pantanoso sólo empeoraba el calor, pues era bastante húmedo, sintiendo cómo el sudor hacía que se pegara la ropa a sus cuerpos. Alec estaba a punto de terminar de ensamblar una maquinaria cuando el oficial encargado de los prisioneros pertenecientes a esa fábrica los llamó y les ordenó que se formasen lo más rápido posible ya que, según él, iba a entregar una información muy importante. Todos los prisioneros se alistaron lo más rápido posible, si no lo hacían a la velocidad que querían serían asesinados.

Los prisioneros tenían mucho cuidado a la hora de formarse, no podían ser lo suficientemente orgullosos al punto de mirar a los ojos a los oficiales al menos que les ordenen para ser considerados como rebeldes, ni lo suficientemente sumiso para ser considerados débiles. En ambos casos serían asesinados.

Tenían que ser exactamente lo suficientemente fuertes y sumisos al tiempo para sobrevivir en ese lugar.

Se escucharon el resonar de las botas por el camino de piedra, fuertes, pero con un ritmo diferente, significaba que podían ser mínimo dos personas que se estaban acercando, uno de ellos habló con una voz bastante fuerte.

—Ha llegado un nuevo doctor al campo y necesitamos médicos de diferentes especialidades ¿Hay algún médico aquí?

Médicos, todo el mundo decía que pasaban cosas raras en el área médica del campo. No sabía que tan letales o extremos fueran los procedimientos, pero si era enviado al centro médico tendría mayores garantías de sobrevivir, podría tener mejores raciones de comida y medicamento cuando los requiera. Se sabía que las personas que trabajaban en la zona médica tenían cierta protección y comodidades que cualquier otro prisionero envidiaría y mataría por obtenerlas.

Todos sufrían, pero nadie ayudaba.

Nadie ayudaba a nadie.

Solo podía ayudarse a sí mismo.

El oficial de alto mando lo repitió y Alec dio dos pasos hacia adelante con la cabeza gacha, al igual que todos los prisioneros que quedaron detrás de él. Temblaba, tenía miedo de lo que pasaría, pero no podía demostrar cobardía. Si tenía la más mínima oportunidad de lograr aferrarse a la vida y recuperar su libertad lo haría, si no, no tendría sentido seguir viviendo este infierno. Ya lo había decidido: si no era enviado al área médica, se suicidaría aferrándose a los cables de alta tensión que rodeaban Auschwitz.

Sintió los pasos del otro oficial acercándose hacia él, estaba silbando. Alec reconoció vagamente ese tono, sólo había una persona que lograba silbar de esa forma, pero su mente lo negaba. Rogó internamente para que el médico tuviera un rostro y voz diferente al que le estaba dando vueltas en su cabeza, hasta que se puso frente a Alec.

De la A a la Z - Saga del Reich IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora