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Con el paso de los días, lo último que le había mencionado Pilecki sobre las sospechas que tenía del pelirrojo antes de escapar le carcomía la cabeza a Alec. No le gustaba la idea de que Gabriel le estuviera mintiendo por tanto tiempo. Aún así, entendía su actuar, pues él mismo no había dado el cien por ciento de la información, y su padre una vez le había dicho que ocultar la verdad era igual o incluso peor que mentir. Cualquiera lo haría en Auschwitz con tal de obtener un poco de beneficio en ese infierno, incluso lo había visto en vivo varias veces. Sólo había una condición peor que podía llegar a vivir un prisionero.

—Muselmänner...—susurró Alec, llamando la atención de Gabriel.

—¿A qué te refieres?

El rubio simplemente se dedicó a señalar al frente, horrorizando al pelirrojo. A los lejos se veía un grupo de personas caminando, pero eran totalmente diferentes al resto de los prisioneros. Su carne pegado a los huesos y su altura anormalmente mayor generaba susto y pesar a los demás. Caminaban encorvados, con la cabeza gacha y resignados a la muerte. La inanición y la sobrecarga de trabajo hacía que parecieran más esqueletos que personas en sí, incluso parecía que su ropa flotara de lo grande que les quedaba. Lo que más aterraba a Gabriel, era cómo esos hombres no se inmutaban a los golpes e insultos por parte de los oficiales e incluso de los mismos prisionero. Ambos vieron cómo uno de ellos cayó muerto al piso, pero ninguno reaccionó, sólo seguían caminando.

—No lo puedo creer.

—Se me había olvidado que al estar en la zona médica no ves casi nada de esto. Pobres hombres, sufriendo una muerte lenta y agónica.

—Alec, ¿por qué le dicen así?

—Sólo mira su caminar encorvado. —Gabriel no podía quitar la vista de ellos por más que lo deseara. Era como si su mente lo torturara eternamente viendo cómo sufría el resto de las personas—. Les decimos así porque nos recuerdan a los musulmanes en su tiempo de oración.

—¿Haz conocido a un musulmán?

—Sí, tengo unos conocidos en Turquía.

Los dos hombres quedaron en silencio y decidieron retirarse. Mientras caminaban, Alec contabilizaba cada vez que escuchaba el sonido de un cuerpo cayendo al piso. Fueron cuatro veces, sorprendiéndolo de que esa vez habían sido muy pocos los muertos.

Al ver la situación, las palabras de Pilecki cruzaron su mente, recordando que en algún momento de su vida había visto a Gabriel por fuera de ese campo. Inicialmente, cuando le atendió sus heridas, pensó que podía ser otra persona, pero la advertencia del oficial le despertó el recuerdo de cómo lo llamó una de las mujeres que atendieron tiempo atrás. Estaba cansado de fingir y de que los demás fingieran. La regla del campo era fingir para sobrevivir. Sus pensamientos se mezclaron a tal punto que no se dio cuenta cuando llamó a Gabriel:

—Príncipe Engel von Preussen.

La mirada de Gabriel, o más bien de Engel, se aterrorizó al escuchar su verdadero nombre. No había sido mencionado de esa forma por mucho tiempo, y el hecho de que Alec lo hubiera hecho era porque finalmente lo había descubierto. Eso sólo significaba una cosa: la muerte.

—¿Cómo sabes mi nombre? —preguntó titubeando— Se suponía que nadie lo sabía.

—Recuerda que soy el hijo de Benjamín Fürstwolffen.

—Claro, la familia joyera de los reyes europeos. —Se llevó una mano a la cara intentando ocultarse del mundo.

Alec le agarró suavemente de la muñeca y alzó el mentón. Quería que lo viera a los ojos y le diera una explicación.

De la A a la Z - Saga del Reich IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora