☼ Capítulo 34.5 Perdidos en Nueva York

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23 de octubre de 1970. 

Queens, Nueva York.

No había señales de Eiji. Lo esperé durante tres días y no apareció.

Desde que la niña que era su hermana fue atrapada por los doctores, ya no era lo mismo. Venía a visitarme poco, y cuando lo hacía, lloraba en los momentos menos esperados. Lo que hacía que me volviera extraño. En el entrenamiento siempre había compañeros que lloraban, sin embargo esas lágrimas no me hacían sentir ¿mal?

No podía entender porque las de Eiji sí. Tampoco podía identificar si era bueno o malo.

–Tal vez Bones tiene razón –en voz baja, arrancando las espinas que se pegaron a mi pantalón oscuro mientras caminaba por el parque. Sentado, en la soledad del bosque. Me piqué el dedo, solté una grosería y metí mi herida dentro de mi boca, para que la sangre no se esparciera.

–¿Aslan?

A mitad de mis maldiciones, oí su voz. Casi me saco los sesos, pues me levanté sobre la roca para buscarlo y por moverme sin precaución, resbalé en la tierra. Como estaba sobre un lugar elevado, el suelo húmedo cedió por mi peso y se quebró.

Rodé sobre mí mismo, intentando cubrir mi cabeza con mis brazos, hábil y a la vez tan tonto. Cuando llegué al final de la vereda desdoblé mis extremidades, adolorido. Abrí los ojos, resoplando y todavía aturdido.

Ante mí tenía al niño de ojos rasgados, me echó una ojeada desde arriba. Cubría el sol, aparentando brillar.

–Hola –saludé, escupiendo hierba que tenía atorada entre los dientes.

–¿Estás bien? –extendió su mano, para ayudarme a levantar. La tomé, se sentía pequeña y suave, en contraste con mis manos ásperas.

Me sonrojé. Aunque él no parecía notarlo. Porque no me veía a la cara. Traía los ojos llorosos, sus mejillas rojas y su ropa, que siempre lucía impecable, estaba sucia y desgarrada.

–¿Corriste hasta aquí? –la respuesta fue obvia. Una vez de pie, sacudí mis prendas. Caminé para tomar su rostro, tenía la piel fría y entonces, cuando conectamos nuestras miradas por primera vez desde que llegó, continuó con el llanto que estuvo aguantando.

Sin preguntar, enterró el rostro plagado de lágrimas en mi hombro. Aferrando con sus delgados dedos mi chamarra de tela dura.

–¡Murió! –gritaba. El silencio del bosque se había roto, su voz en alto, sin guardar nada. "Como lo envidio", pensé. Incluso el viento parecía guardar su luto, los pájaros cesaron sus cantos y no hubo nada que interrumpiera su clamor–. ¡Está muerta!

Era un grito de ayuda. Y decidió descargar su tristeza a mi lado. Me sentí feliz, a pesar de su llanto, de la situación y de todo alrededor, sonreí. Inmediatamente después, cubrí mi boca, asustado por mi felicidad. Cosa que tampoco notó.

"Su hermana murió, ¿y tú sonríes?". En realidad, me regocijaba en que él confiara en mí. Otro sentimiento que no comprendía del todo.

Dudando un segundo más, lo abracé. Con toda la fuerza que poseía. Fue calmándose, paulatinamente. Llegó un punto en que se cansó, dejó de gritar, sollozaba muy bajo. Entonces, murmurando lleno de coraje infantil, le dije:

–Fuguémonos.

Luego de que saliera de mi boca, me di cuenta de lo que propuse. Mi corazón bombeó cómo loco, mis nervios se dispararon y mi cuerpo dejó de moverse.

Mientras hipaba, Eiji se separó, frotando sus ojos con fuerza, borrando las lágrimas sin delicadeza. Susurrando luego de quebrar su voz tan alto, en ese punto, estaba ronco:

Besos robados en Nueva York  [Omegaverse]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora