Capítulo 32: Javier

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Su expresión me causa temor.

Desde que Hugo no estaba en mi vida la confianza que tenía de mí mismo comenzaba a ponerse en duda sobre si en realidad alguna vez existió. Ya no podía hacer nada sin sentirme desconfiado de hacer lo correcto. Hugo me cambió cuando llegó a mi vida, pero también me cambió cuando se fue de ella y no fue para nada bien. Los días pasaban y pasaban, y su ausencia era mi recordatorio constante de que mi corazón aún le pertenecía.

Miro a Ari retirarse la mano de la frente, en el lugar en el que sin querer le he golpeado con la mía, y una sonrisa de lado aparece en sus labios.

—Ari —dice su madre justo en el momento en el que él abre la boca para proferir palabra y se gira para verla. Ella me sonríe y le devuelvo la sonrisa—. Toma.

—¿Qué es? —Pregunta Ari mirando la bolsa negra que le entrega su madre.

—Dos de los chicos que nos ayudan a ambientar este tipo de eventos han faltado hoy y necesito que Javier y tú se pongan esos disfraces ya. —Me mira y asiento con la cabeza—. Iré a acomodar algunas cosas y en un momento regreso para verlos con los trajes puestos. Por allá está el baño de las Madres, ellas les darán chance de vestirse.

Asentimos al mismo tiempo y se va.

Ari se gira con la bolsa en las manos y me mira arqueando las cejas.

—Cuando te escribí diciéndote que haría de Rey Mago no hablaba enserio, que conste. Tampoco mi plan no era que trabajases hoy...

—Tranquilo —lo interrumpo—. Me encantaría ayudarles a sacarles una que otra sonrisa a esas niñas.

—Con un corazón así, te mereces el mundo entero —sentencia y se encamina a paso veloz hacia el baño que ha indicado su madre.

Me quedo unos segundos mirando la nada, ensimismado en el abismo de mi mente, y me encojo de hombros sopesando sus palabras, después camino y me meto en el baño tras de él.

***

—Ni creas que saldré así vestido a pasar el ridículo de mi vida frente a esas casi cincuenta niñas más las monjas que dan miedo y los del gobierno mirándome mientras toman fotografías, ¿ok? —Espeta Ari mirándose en el grande espejo que cuelga a lo largo de la pared en el lavamanos del baño de las monjas—. No sé qué chingados le pasó por la cabeza a mi madre en creer que yo podría hacer de Melchor y tú de Gaspar. Míranos.

Pongo los ojos en blanco mientras me río de sus quejas.

—No sabía que fueses tan mal hablado, eh. Y quejoso, resulta odioso.

Me mira con su expresión de molestia y poco a poco se le va suavizando el rostro. Se relame los labios por debajo de esa gran barba blanca que tiene puesta y la corona se le cae cuando estornuda segundos después.

—¿Odioso? —Arquea una ceja.

Pongo los ojos en blanco nuevamente, ignorando su pregunta.

—Bueno, no está nada mal. Me gusta —digo mirando mi atuendo. Llevo en las manos mi corona roja y mi barba café—. Mejor ven y ayúdame a ponérmelas en lugar de andar lloriqueando como un bebé berrinchudo.

—¿Un bebé? ¡Qué te pasa! —dice resoplando por la nariz—. Tienes que respetarme porque soy un anciano barbudo, y, además, un rey. Así que no llames así a tu rey.

Pongo nuevamente los ojos en blanco y sonrío ampliamente.

—Como diga, su majestad. Mejor cállese y ayúdeme, su señoría.

Sonríe porque le he seguido la corriente y avanza hacia mí, dándole la espalda al espejo.

Al ver mi reflejo me doy cuenta de que no soy el mismo Javier que había sido tiempo atrás. Estoy cambiando. A mis veinte años de edad apenas me estaba comenzando a salir esa barba incipiente que a duras apenas se distingue. El cabello me ha crecido más y ahora lo llevo peinado hacia atrás. He adelgazado un poco por la racha de los tres primeros meses en los que me negaba rotundamente a hacerme a la idea de que Hugo, mi nebulosa, había dejado de existir en este mundo, pero su recuerdo seguía más vivo que nunca en mi mente y la depresión me entró.

Hasta que el sol deje de brillar (TERMINADA)Where stories live. Discover now