Capítulo 3: De Javier para Hugo

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Desde el Hospital General de Zona No. 2, Aguascalientes, Ags. 2020.

Recuerdo muy bien esa noche. Fue una de esas veces en las que tu mente selecciona los mejores momentos y se los guarda tan profundo para que nunca se te olviden.

Íbamos caminando por las calles de la Zona Centro de la ciudad. Las calles poco a poco comenzaron a despoblarse porque eran pasadas las diez de la noche, y no era por criticar, pero muchas personas aseguraban que en ciertas calles del centro había tipos asaltando. Nos detuvimos en la gran Exedra, frente a la famosa Catedral del estado. A solas.

La Exedra es un gran monumento de Aguascalientes que tiene una columna en la que se encuentra el águila con la serpiente en su pico, representando el Escudo Nacional de México. Trepamos los escalones en forma de media luna, desgastados por el paso del tiempo, hasta llegar al último y nos sentamos en la parte más alta.

Te pusiste de pie sobre el barandal hecho con piedra de cantera, dudando si, a pesar de los años que llevaba ahí, soportaría tu peso. Y, cuando vimos que era segura, me invitaste a ponerme de pie también. Mientras estabilizaba mi equilibrio para no caerme, tú mirabas hacia el cielo sin emitir ningún sonido. Solamente se escuchaba tu respiración acompañada de las últimas campanadas de la Catedral que estaba frente a nosotros.

Te aclaraste la garganta y posaste una mano sobre mi hombro para mantener el equilibrio.

—Se siente bien, ¿no crees?

—¿Qué cosa? Porque no se siente nada bien no poder mantener el equilibrio.

Reíste.

—No me refiero a eso, Javier. Sino a que se siente bien pensar, solo por unos segundos, que la ciudad es nuestra. Ve las calles vacías, sin sonido de los carros, ni siquiera de las puertas de lámina de las tiendas de ropa que hay por aquí. Todo parece estar en calma, relajante. —Te miré y te sorprendí sonreírle al cielo, respirando una gran bocanada de aire—. Es casi como... si el mundo estuviera en un punto medio, en una especie de limbo.

—Me pone un poco de nervios, he de admitir.

De un salto bajaste hacia el escalón en donde estábamos al principio, haciéndome una seña con la cabeza para que yo también lo hiciera. Y te obedecí.

Comenzamos a bajar los escalones, yo siguiéndote por detrás hasta que nos detuvimos en el centro del lugar. En mitad del camino entre la Exedra y la Catedral, en donde estaba la asta bandera. Con la mirada recorriste el oscuro tubo hasta su punta, concentrándote en la gran tela que se mecía con el aire de la noche. Los colores verde, blanco y rojo brillaban a pesar de que era muy opaca la luz de los faros para iluminarla de esa manera.

—Hay veces en las que me pregunto qué se sentirá estar allá arriba. Sentir que el viento te lleve, te dirija hacia dónde debes de ir.

—Sería incierto, ¿no crees? Porque el viento no siempre va hacia un solo lado.

Me miraste sonriendo.

—Vamos, aún tenemos mucho por recorrer.

Corrimos y corrimos, entre risas y gritos. Aplausos y más gritos. Pasamos por un camino de luces que salían del pavimento e hiciste como si fueras un ninja que evitaba ser visto por las luces. Me detuve en seco para mirar cómo le hacías, aguantándome la risa. Dabas saltos ligeros, evitando a toda costa que la luz blanca de los focos en el suelo te iluminase. Y lo lograste. Saliste intacto de ello. Pero cuando miraste que me había detenido a la mitad del camino, me invitaste a hacerle también de ninja y me partí en carcajadas con el primer salto que di. Corriste hasta mí de regreso, sin ser tocado por las luces y me tomaste de la mano para guiarme por el camino, enseñándome sin pronunciar palabra alguna la forma en la que debería dar los saltos para que las luces no me iluminaran. Para pasar desapercibido en una calle en donde no había nadie más que nosotros dos.

Hasta que el sol deje de brillar (TERMINADA)Where stories live. Discover now