Capítulo 38: Ari

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Habían pasado varios días y Javier no había vuelto a hablarme. Sabía que era por la carta que leyó de Hugo, sabía que era porque no se la había entregado desde el instante en el que él me la dio. Había vuelto a abrir la herida que, supongo, le costó mucho cerrar.

Si es que estuvo cerrada alguna vez.

Camino por el pasillo de mi casa hasta mi habitación y me lanzo sobre la cama, dejándome caer de espaldas.

—¡Iré a Soriana, Ari! —Grita mi madre desde la cocina.

—¡Con cuidado!

Miro el techo y emito un largo suspiro cuando escucho la puerta principal cerrarse y el silencio ensordecedor de la casa me penetra los oídos. Frunzo los labios y me giro, mirando la foto enmarcada que tengo sobre el buró junto a mi cama.

Era una fotografía de hace unos años cuando estábamos en el zoológico de Guadalajara de visita. Tenía alrededor de cuatro años y mi mamá tenía casi los veinticinco. Me tenía sobre sus brazos recostado mientras hacíamos caras extrañas a la cámara entre risas. Sonrío al verla y extiendo la mano para tomar el marco de madera. Me pongo boca arriba y deslizo las yemas de mis dedos contorneando mi cuerpo de niño.

Siempre hemos sido mi madre y yo, siempre. Nunca ha habido momentos en los que solo seamos o Ari nada más, o Verónica nada más, siempre hemos sido los dos juntos.

No existe Ari sin Verónica, ni Verónica sin Ari.

Éramos un arma potente, más fuerte que una bomba nuclear.

Éramos inseparables.

Mi madre me había tenido súper joven, dejó de estudiar para criarme. Recuerdo poco de nuestra historia cuando era pequeño, pero si algo siempre vive en mi mente es que ella siempre, siempre ha dado su vida primero que la mía.

Era una guerrera.

Hubo un tiempo, cuando mi padre nos abandonó, en el que entramos en una severa crisis económica porque ella no encontraba trabajo en ningún lado.

Yo tenía siete años.

Ella estaba desesperada por encontrar trabajo, por tener dinero para mantenerme. Había noches en las que no cenábamos porque no había dinero para comprar algo para llenar el estómago. O cuando lo había, mi madre prefería comprarme a mí unas galletas Oreo y leche para que yo cenara bien, y ella nada más se bebía un vaso de leche.

Mi guerrera.

No sé cómo sobreviviría sin ella.

Es mi candelabro en los momentos de oscuridad.

Cierro los ojos y me quedo dormido abrazado al pecho el recuadro de la fotografía, donde estábamos los dos felices.

***

Horas después, cuando abro los ojos la habitación está completamente a oscuras y no logro ver nada más que la luz del patio trasero de la casa que se filtra por mi ventana. El cuadro de la fotografía está extendido en mi mano al borde de la cama. Me estiro las extremidades y me enderezo, apretando en mi mano el marco de madera.

Lo coloco en el buró y me pongo de pie, estirándome nuevamente.

El pasillo está a oscuras cuando salgo y llego a pensar que ya han pasado de las doce de la medianoche, pero cuando miro el reloj de la pantalla de mi teléfono compruebo que apenas van a dar las ocho.

Frunzo el ceño mientras camino por el pasillo hacia la sala, y una luz blanquecina proveniente de la televisión me encandila los ojos. Mi madre está sentada a espaldas de mí mientras ve una película en la enorme pantalla plasma.

Hasta que el sol deje de brillar (TERMINADA)Where stories live. Discover now