Capítulo 1: De Javier para Hugo

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Desde el Hospital General de Zona No. 2, Aguascalientes, Ags. 2020.

Iba camino a la preparatoria, rumiando entre dientes todo tipo de insultos. Estaba harto de las clases aun cuando sabía que estábamos a solo un mes para salir a vacaciones de verano y decirle adiós para siempre a una etapa más de nuestra vida. Eran los días más cruciales para sacar mi mejor promedio del último semestre de bachillerato y se estaban consumiendo como la mecha de un cigarrillo cuando succionabas más profundo.

El tiempo volaba y volaba, y no había manera de detenerlo.

Como pasaba al entrar en esa odiosa institución, más cuando eras del turno vespertino y te topabas con todo el cuerpo estudiantil matutino: tenían una cara de aburrimiento total y era imposible no unírteles. Pero, a pesar de mi mal humor de aquel día, me hice de tripas corazón y no permití que esas expresiones me amargaran más el día de lo que ya estaba. Resulta que, cuando eres adolescente, te conviertes en todo un peligro descontrolado para la sociedad. Y más para los padres.

Esa mañana, mi madre me había vacilado con uno de sus mil sermones sobre qué estudiar cuando entrase a la universidad. Me tenían hasta el tope con sus comentarios tipo: "no estudies esto porque eres hombre y eso es para mujeres". "Esa no porque es muy mal pagada". Estaba harto de que hicieran con mi vida lo que quisieran como si se tratase de la suya y no podía permitírselos más.

Al entrar al salón lo único que me cruzó por la cabeza fue: ¿por qué estabas sentado en mi lugar? Con paso veloz llegué a tu lado y miré cómo tu ceño se fruncía confundido. Te relamiste los labios y la forma en la que la comisura se elevó en una media sonrisa hizo que mi mal humor aumentase de grado.

Riéndote, te pusiste de pie y pasaste a mi lado dándome un leve empujón con el hombro que me desubicó por unos segundos. Más por la forma en la que sonreías cuando me giré y mis ojos se encontraron con los tuyos. Tenías ese brillo que iluminaba a todo quien se cruzase con ellos, pero no tenían el mismo efecto en mí.

Me senté y mi silencio fue suficiente para que ninguno de mis amigos me dirigiese la palabra, ni siquiera para saludarme. Ellos me conocían, sabían que cuando estaba así necesitaba mi tiempo, pensar las cosas y despejarme un poco. Tú también lo sabías y, aun así, te importaba un cacahuate porque siempre te acercabas a apoyarme.

Conforme pasaba el día, la voz de cada uno de los maestros y mis compañeros era cada vez más fastidiosa, me puse de pie y me salí sin pedir permiso del salón, con la leve brisa del anochecer azotándome como un latigazo el cuerpo. El día estaba por terminar y las clases pronto llegarían a su fin, solo faltaban un par de asignaturas más para salir.

Pero... necesitaba aire.

Caminé hacia el otro lado de la preparatoria, llegué a la zona en donde siempre se podía distinguir el crepúsculo sin que ningún maestro te interrumpiese. Me senté en el borde de una barda, separaba al pavimento de la tierra que había en la cancha frente a mí y me dispuse a observar en silencio.

No recuerdo muy bien qué estaba pensando en aquel día, pero si de algo estoy seguro que recuerdo es de los pasos que sonaron detrás de mí cuando la luna hacia acto de presencia en el cielo y los grillos comenzaban a hacer sus conciertos entre las hierbas.

Me giré dando un brinco, pensándome lo peor. Pero cuando observé, gracias a los últimos rayos de luz del sol, de quién se trataba, me relajé y volví a concentrarme en sentir el silencio.

Aunque... ¿el silencio se puede sentir, Hugo? No sé, pero contigo todo parecía posible.

—¿Está ocupado?

Tu voz me tomó por sorpresa y negué con la cabeza, riéndome internamente por la estúpida estrategia que habías ingeniado para sacarme plática aquella noche.

Hasta que el sol deje de brillar (TERMINADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora