Prólogo.

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Cuando era pequeño, me encantaba la lluvia. La forma en que las gotas de agua caían del cielo encapotado me relajaba. Me aliviaba. Me encantaba salir a correr por las calles con mis barquitos de papel en la mano, para depositarlos sobre las corrientes que se hacían en el pavimento y dejar que naufragasen libres por toda la calle. Siempre que una tormenta caía sobre la ciudad me sentía tan feliz por dentro y lo demostraba en mi exterior.

En la escuela los maestros nos ponían a hacer dibujos, la mayoría hacía días alegres, libres de nubes, con el cielo azul y el sol irradiando su característico calor y luz. Pero yo no. Mis dibujos siempre eran cubiertos de nubes grises y dibujaba las gotas de lluvia. Nunca obtuve una buena crítica respecto a mis dibujos, y las que recibía, eran las más hipócritas que hubiese escuchado en toda mi vida.

Mi madre siempre me ha mirado extraño porque dibujaba días tristes con lluvia, pero por más veces que me preguntase por qué, seguía obteniendo la misma respuesta: me gustaba la lluvia. Me decía que la lluvia traía el caos a la tierra, pero no era cierto. La lluvia trae vida después de su presencia. Las plantas florecen. Los arboles dan frutos.

Ese día me quedé inmóvil, mirando las primeras gotas de la lluvia, que se estampaban contra el parabrisas del Vento. El volumen de la música estaba lo suficientemente fuerte, tanto para hacerse escuchar por encima del sonido hueco de las gotas.

-Te quiero, Hugo.

Justo al pronunciar esas tres simples y fuertes palabras, la luz de los faros del coche, que se había metido a nuestro carril, bastó para que la voz se me esfumara como si soplaran a la flama de una vela y solamente quedara el humo, que se pierde con el aire.

No logré gritar. No pude hacerlo a tiempo. Solamente logré escuchar su fuerte voz pronunciar mi nombre como si todo lo que temiera perder fuera yo. Ese grito fue lo único que escuché justo antes de que el Vento rechinara en el asfalto mojado y saliera disparado dando vueltas, cayendo en el fondo del acantilado que había al cruzar el cerro.

Recuerdo haber escuchado el rechinar de las llantas contra el asfalto, los trozos de carrocería desprenderse del coche y el estruendoso impacto ante un tronco de árbol que había en el fondo del acantilado y nos detuvo.

Después, todo se volvió negro.

No tengo ni la menor idea de cuánto tiempo duré sumergido en esa oscuridad, pero cuando desperté con el dolor en todo el cuerpo, estallándome, escuché el sonido de las sirenas de las ambulancias y el de las voces de una gran cantidad de personas que nos estaban tratando de auxiliar, oficiales quizá, y supe que todo había terminado mal. Nunca olvidaré el olor del motor quemado y el ardor en la garganta por tanto humo que inhalé.

Todavía no sé si estuve mal o estuve bien cuando lo busqué, y lo que me encontré... fue como si hubieran clavado un cuchillo en el centro de mi corazón y lo refundieran hasta el mango, atravesándolo por completo. Hugo estaba tendido contra el volante, con la frente sangrándole e inconsciente. Cuando extendí el brazo para tocarlo, sentí un fuerte dolor en el costado izquierdo del abdomen y me di cuenta que tenía una barra metálica clavada en mi piel. No sabía la profundidad de la herida, pero la sangre emanaba a borbotones. Me importó poco el dolor que sentía porque lo único que anhelaba era tocarlo, saber que estaba bien y que no me había dejado. Cuando logré que mi mano izquierda tomara la suya, supliqué a gritos que abriera los ojos.

Muchas de las personas que acudieron a nuestro rescate dicen que estuve así durante varias horas: gritándole con los ojos cubiertos de lágrimas. Algunos paramédicos incluso dicen que cuando nos separaron en las ambulancias me quedé perdido mirando el techo del vehículo sin pronunciar queja alguna. Aseguran incluso que al principio estaba rehusándome a que lo alejaran de mí, que varias veces me advirtieron que un movimiento en falso podría causar mi muerte porque, al parecer, sí había sido lo bastante profunda la herida en el costado y mi desesperación la había empeorado.

Pero no me importaba.

Otros aseguran que era como si fuera mi universo, que si mis labios no lograban tocar los suyos todo se derrumbaría por completo. Pero en lo único en lo que todos los medios y rumores coinciden es que el grito mezclado con los sollozos que emití cuando lo separaron de mí y nuestras manos se soltaron los atravesó, perforándoles el alma y volviéndoles añicos el corazón. Se les clavó tanto que hoy en día aún los persigue como si también tuvieran una herida desde aquel instante.

Un fantasma que se personificó por completo en mi agonía. En mi dolor.

Lo único que sé es que Hugo no volvió a abrir los ojos y mi mundo se fue abajo desde ese día.

El día que consideraba y debería haber sido el mejor de nuestra mi vida.

Hasta que el sol deje de brillar (TERMINADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora