eleven.

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BRIELLE MONROE

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BRIELLE MONROE.

—¿No te has besado con ninguno? —me preguntó Leandro al día siguiente, cuando estábamos en la universidad casi vacía, caminando por los pasillos después de clases.

—¿Por qué lo haría? —pregunté entre risas.

—No sé, porque tienes citas todos los días tal vez —ironizó.

—Mira, en realidad no son citas, ya te lo dije —le expliqué—. Por ejemplo, Ryan me llevó a disparar en un bosque, después con Isaac fuimos a jugar a un arcade y con Calvin nos emborrachamos. El único que lo hizo parecer como una cita fue Jesse, que me llevó en un bote a pasear, pero al imbécil lo mordió un pato.

Leandro se rio a carcajadas.

—¿Por qué no me contaste eso? —protestó.

—Estaba un poco fumada y me olvidé. —Me encogí de hombros.

—¿Cómo son ellos? —curioseó.

—Bastante infantiles —respondí—. Pero se entiende. Seguramente soy una de las pocas chicas con las que han hablado en su vida, y como quieren mi confianza, tratan de sorprenderme.

Leandro sólo conocía que los chicos querían ser mis amigos, pues claramente no le conté la parte ilegal cuando le hablé de ellos, y esa fue la mejor mentira que se me ocurrió.

—Nos vemos en casa —me despedí mientras empujaba la puerta del gimnasio con el brazo.

—Adiós, y luego me cuentas todo —respondió él, y lo vi desaparecer por las puertas de la salida.

Entré al gimnasio, que estaba vacío a excepción de cierto pelinegro que jugaba básquetbol. Me acerqué y me planté en medio de la cancha, mirando como él hacía rebotar el balón alrededor de mí, sin mirarme, como si no fuera más que un fantasma.

—¿A qué se debe esta desagradable y espeluznante interrupción? —preguntó Nash, lanzando el balón al aro y embocando al instante.

—Calvin me dijo que viniera a buscarte porque no querías salir conmigo —contesté, cruzándome de brazos y mirándolo con el ceño fruncido.

—Ah, sí, es cierto —dijo él—. No quiero.

—Pues no salgamos. —Me encogí de hombros.

—No, porque luego puedo terminar en la cárcel —habló con tono de amargura, y nuevamente lanzó el balón al aro con tanta fuerza que dio en el fierro y rebotó hacia mí. Pareció que lo hizo con rabia.

—¿A qué te refieres? —pregunté, atrapando la pelota a mitad de trayecto antes de que me golpeara en la cara.

—Nada. —Se acercó a mí y me arrancó el balón de las manos—. Vamos.

Salimos de la universidad y nos acercamos a su auto, que era negro y tenía franjas doradas. La única vez que me subí era de noche, por lo que no noté bien los detalles.

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