twenty.

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BRIELLE MONROE

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BRIELLE MONROE.

Sentí que algo golpeaba mi ventana levemente, lo cual me despertó. Asustada, me levanté y encendí la luz de la lámpara antes de que mi cabeza comenzara a inventar monstruos inexistentes en la oscuridad de mi habitación.

No había salido de mi casa en tres días, pues gracias a que en la fiesta de Jesse comí mucho helado y además estuve en el techo de la mansión con seis grados en el exterior, me resfrié. Digamos que mis defensas no eran muy altas como para soportar ambas cosas de un viaje. En esos días me arrastraba por la casa y tenía la mesa de noche llena de tazas de té, pañuelos con mocos y pastillas para la tos. Mientras afuera llovía, me cubría hasta arriba con las sábanas, viendo dibujos animados en la televisión y leyendo hasta que mis ojos ardían.

Me acerqué al balcón con cuidado y moví un poco las cortinas para asomar un solo ojo y mirar hacia afuera. Había una figura alta tirando pequeñas piedras a mi ventana, y entonces reconocí las facciones de Nash bajo una capucha. Abrí la ventana de un tirón.

—¿Qué mierda haces aquí? —le pregunté con la voz un poco ronca.

—¡Ven! —susurró, haciéndome un gesto con la mano.

—¿Quieres que salte? —inquirí—. Qué miedo.

—Entonces baja —dijo, encogiéndose de hombros—. Te espero en mi auto.

—¿Por qué? ¿Y si quiero seguir durmiendo? —pregunté, alzando las cejas.

—Sería una tragedia —ironizó, llevándose las manos a la cabeza—. Me iré a casa muy triste y no podré dormir porque lloraré como desquiciado.

—Ya, ya entendí el chiste. —Rodé los ojos—. Ya voy.

Me puse una chaqueta sobre la blusa del pijama y bajé las escaleras sin hacer ruido. Salí de la casa y me subí en el asiento del copiloto del auto. Nash tenía una caja de pizza encima de la guantera y un trozo en la mano. Comenzó a manejar en silencio.

—¿Nash? —pregunté.

—¿Uh?

—¿A dónde mierda me llevas a la una de la mañana?

—No a las preguntas sin respuesta, por favor —contestó.

Al parecer él estimó conveniente quedarse en la carretera, con las gotas de lluvia cayendo sobre el parabrisas, cada vez en menor cantidad. Detuvo el auto junto al bosque que rodeaba las calles y apagó el motor.

—¿Quieres? —Me ofreció un pequeño pedazo de pizza.

Asentí con la cabeza y lo recibí, dándole un mordisco. Hubo una pausa mientras comíamos en silencio, con la fina lluvia deslizándose por las ventanas.

—¿De verdad usas pijama de Hello Kitty? —preguntó de repente, mirando mis pantalones.

—Pues sí —contesté—. Son bonitos y calentitos.

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