Minirelato 47: Adrinette

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Si algo le gustaba a Adrien, ahora que tenía una familia propia, era que el silencio nunca estaba presente en su vida.

Habían sido muchos años de miradas en silencio, de música clásica que cubría la alegría de su alma, pocas veces su madre ponía música y bailaba con él, haciéndolo reír... risas que se apagaron y nunca más volvieron.

Pero, eso fue hasta que Marinette llegó a su vida y pintó todo su mundo de distintos colores, lo llenó de risas, palabras bonitas y amables, de besos y abrazos cargados de amor, y de ruido de cosas romperse a su paso, pero era lo menos importante.

Marinette colmó su vida de más vida, cuando sus pequeños hijos llegaron a compartir la felicidad que sentían y él amaba a los gemelos, pero se derretía sin duda por su hija menor. Que, aunque decían que era su viva imagen, no podía evitar pensar en que Emma era muy parecida a su madre, en sus pasos atolondrados, en su amabilidad y sus abrazos llenos de amor.

Él sentía que no podía pedir nada más, hasta que una tarde, de regreso al departamento donde vivían los cinco, se encontró que todo el lugar estaba a oscuras.

Se sorprendió.

Marinette debía estar aquí, los niños también.

Buscó su teléfono celular esperando encontrar algún mensaje, algo, pero nada. Llamó a su esposa y se giró sobre sus pies cuando se dio cuenta que el teléfono sonó en la cocina, pero también estaba vacía.

—¿Dónde se habían metido? —no entendía porqué un pequeño pinchazo se formó en su pecho, haciéndolo buscar la luz de la sala.

Cuando prendió la luz y el amplió living se iluminó frente a él, se encontró con muchas telas colgadas y una gran cantidad de cojines sobre la alfombra como si se hubiera armado un fuerte en medio de la sala.

Suspiró y giró sobre sus pies para volver al pasillo cuando escuchó las pequeñas risas de sus hijos y la voz de la madre de ellos que lo acompañaban.

Marinette abrió la puerta para que los chicos entraran, sorprendiéndose de encontrar a Adrien frente a ella, con los ojos brillantes de lágrimas.

—¡¡Papá!! —exclamaron los tres niños estrellandose contra él, pero éste no dejaba de mirar a su esposa.

—¿Adrien?

—¿Dónde estaban? —aunque no quería, su voz salió entrecortada

—Fuimos a comprar cosas para nuestra noche en el fuerte ADC —le dijo, mostrándole las bolsas blancas que traía en sus manos.

Adrien le dio un beso en la cabeza a cada uno de sus hijos, antes de ir por Marinette y besarla para tomar las bolsas de sus manos.

—Llegué y no estaban —dijo, una vez que entraron a la cocina, sin los niños siguiendolos detrás dejando las bolsas sobre la encimera.

—Lo siento —Marinette se lavó las manos con rapidez y tras secárselas, tomó a su marido por las mejillas—, no pensé que nos ibamos a demorar tanto.

—Yo lo siento —dijo bajando la mirada—. Soy el adulto aquí y me portó como un crío —Marinette simplemente lo abrazó—. En serio, no deberías ser tan condecendiente conmigo, odio que esta inseguridad no se va, por más que trabaje en ella.

—Adrien, tranquilo —volvió a repetir, tomándolo del rostro—. Estoy aquí, los niños también y no te vamos a dejar solo, estás condenados a nosotros —dijo con una sonrisa divertida—, para siempre.

—Para siempre —repitió, antes de tomar a Marinette y darle un beso.

—Puaj —se quejaron los tres niños en la puerta de la cocina—. Dejen de besarse —protestó uno de los gemelos.

—¡Queremos jugar en el fuerte!

—Y yo quiero comer helado —protestó Emma con un puchero.

—Estás condenadisimo —le volvió separandose de él, señalando a los niños y a ella también.

—Condenado pero feliz —le contestó a Marinette—Preparemos todo, entonces —les dijo poniéndose a la altura de los tres— ¿Ayudamos a mamá a llevar las provisiones al fuerte?

—¡Sii! —exclamaron los tres, subiéndose a sus banquitos, para llegar a la encimera y ver como su mamá sacaba las compras de la bolsa para poder preparar su noche de fuerte.

Adrien se puso en la punta de la encimera observando a los cuatro trabajar, no tardaron en ser un monton de colores, risas y ruido.

Él cerró los ojos y sonrió, ahora sí estaba en casa. 

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