CAPÍTULO 25: La juventud enloquecida

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Cada vez que la manija del reloj se adelanta un segundo, mis tripas se convierten en un animal enfurecido

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Cada vez que la manija del reloj se adelanta un segundo, mis tripas se convierten en un animal enfurecido. Vuelvo a golpear la puerta con los nudillos, pero no obtengo respuesta. Joder…

–¡Ya voy, tío! –me responde la voz amortiguada del baterista, al otro lado de la puerta–. ¡Ya voy!

–¡Date prisa! –lo apremio–. ¡Voy a vomitar hasta los higadillos!

Hace un buen rato que no sale del baño. Los nervios nos afectan en el estómago a ambos, y aunque la salida de evacuación es diferente, todo desemboca en el mismo desagüe. No puedo actuar así. Le quito a Ly la botella sostiene en la mano y le doy un trago. Me quedan quince minutos para emborracharme. Suficiente.

–Pero ¿tú no tenías ganas de vomitar? –me reprocha ella, aunque permite que me quede con la bebida–. ¡Aclárate!

–¡Lo que tengo son unos nervios que te cagas! –le espeto, volviendo a beber–. ¡Cállate!

Pone los ojos en blanco y Ferris le da una palmadita en el muslo, sin dejar de puntear su bajo.

–O unos nervios que vomitas –se burla por lo bajinis–: Siempre hacen lo mismo…

–¿En serio? ¿Siempre?

–Sí… Uno caga, el otro vomita… Y yo… –Exhala un hondo suspiro–. Yo sigo como los músicos del Titanic: tocando mientras todo se hunde…

Si no tuviese los minutos contados para achisparme, le pegaría una merecida colleja. Me odio a mí mismo por recurrir al alcohol. Ni siquiera he podido hablar con Élodie y no sé qué pensará al ver a Ly con nosotros. Por no hablar de la actuación, que se me hace cuesta arriba, sobre todo después de la regañina de los jefazos de la cadena.

Marlon sale del baño pálido como la muerte. Se me queda mirando tan fijamente que me da miedo.

–Oye, Baphomet –me dice–, ¿te pintas las uñas de los pies de negro o son hongos?

Parpadeo.

–¿A qué viene eso ahora?

–Me quedó la duda cuando te vi salir de la ducha –me explica, encogiéndose de hombros.

No sé si me preocupa más que se acuerde de mis uñas mientras está en el baño o que suponga para él una duda tan existencial.

–Pues sí, me las pinto… ¿Contento?

Medita mis palabras con sorna.

–¿Y por qué lo haces?

–Porque… –Intento bajar la voz tanto como puedo– tengo los dedos de los pies muy feos.

Asiente con la cabeza.

–Y pintados lo siguen siendo…

–¡Jesús, menuda conversación! –se lamenta Ferris, cubriéndose la cara con las manos.

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