LUCIEN ADAMY: JUSTICIA

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    El olor dulzón de la sangre invade la estancia

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    El olor dulzón de la sangre invade la estancia. El incesante goteo va tiñendo el cemento de rojo, mientras sigue encogido, colgando boca abajo como un péndulo. A veces, balbucea palabras inteligibles y el Numerale (matón del jefe) vuelve a golpearlo en los dientes, repitiendo consignas ridículas que pretenden ensalzar la intachable reputación de la Cosa Nostra. Entonces, el hombre se atraganta con su propia sangre, el cabello largo y húmedo se le pega a la cara y lo asfixia; su rostro ensangrentado se vuelve del color de una ciruela madura y parece a punto de reventar. Demasiadas horas, demasiado sufrimiento. Ni siquiera entiendo cómo sigue vivo.

    –¿Por qué el exorcismo que practicabas terminó en asesinato? –interroga el Numerale, impaciente.
   
    El hombre boquea como un pececillo, sacando fuerzas de donde ya no quedan, antes  de recibir más golpes. Su voz suena entrecortada y débil, lastimosa:

    –Cuando… cuando  el diablo posee un cuerpo… es necesario… expulsarlo, pero… a veces.. n-no es posible…

–¿Y en ese caso, qué pasa?

–Hay que… liberar el alma del huésped… Aunque el cuerpo ya no le pertenece, el alma sigue pura e intacta… así que liberándola de su recipiente… el alma entra en el reino de los cielos.

–¿Liberar el recipiente significa abrir en canal a una persona como a un animal?

No responde con palabras. No queda claro si teme las represalias, si no le quedan fuerzas o si terminará por desmayarse. Encoge la cabeza y solloza con la barbilla pegada al pecho, manchando de sangre y lágrimas los jirones que quedan de su túnica floreada.

John Faith da un paso adelante. Hoy no lleva traje, sino un uniforme militar oscuro casi negro, que realza aún más su porte amenazador. Me lanza un vistazo rápido, cargado de odio, al que respondo con una estoica inclinación de cabeza. Sin cadenas que me cuelguen del techo, ni esposas que me inmovilicen, estoy a su merced, rodeado de sus soldados. 

–Los exorcistas de pacotilla como tú –susurra el alcalde con odio, agachándose para que su cara quede a escasos centímetros de la del hombre–, ¿qué tipo de criterios seguís para decidir si el diablo habita o no un cuerpo?

El aludido tarda en responder. Tiembla y tatamudea sin control.

–Hay… hay… evidencias… Obviedades como… como… e-espasmos, hablar lenguas m-muertas… caminar hacia atrás… m-movimientos extraños.

–¿Y por qué el diablo iba a poseer miembros de una comunidad cristiana pudiendo valerse de millones de apóstatas desperdigados por el mundo?

El hombre vuelve a atragantarse, jadea con desesperación, siendo consciente de que cada segundo perdido juega en su contra. Pese al lamentable espectáculo, Faith no le quita ojo de encima; ni a él, ni a los otros dos hombres cautivos, soldados que pertenecen a mis filas.

–Las posesiones… suelen… suelen darse en personas a las que el diablo no consigue tentar… por eso su.. su… su hija…

Faith no le deja terminar, sino que atiza un culatazo en su rostro, desviando aún más el tabique nasal de su nariz rota. El Numerale compone una mueca de asco.

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