CAPÍTULO 33: Saltos de fe

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Al igual que después de subir en un tiovivo, siento que mi cabeza viaja a un ritmo muy distinto al de mis pies

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Al igual que después de subir en un tiovivo, siento que mi cabeza viaja a un ritmo muy distinto al de mis pies. No sé cuánto tiempo más aguantaré sin vomitar. Nunca me he emborrachado, pero estoy segura de que la sensación no debe de ser muy distinta. La realidad se va estabilizando. También mi noción del tiempo y del espacio. Ahora sí me siento capaz de salir de aquí.

Me sujeto a los azulejos de la pared mientras salgo del baño. No hay ninguna ventana que pueda abrir, y eso que esta zona de la casa no es menos ostentosa que el resto. Pasillos de mármol, alfombras infinitas, cuadros con marcos de oro… Es como si hubiese viajado al palacio de Versalles… Aunque espero que en Versalles haya menos vidrieras y más ventanas funcionales… o comenzaré a entender lo sencillo que fue para los franceses acorralar y guillotinar a sus reyes. 

Me dejo caer en el pasillo, analizando la situación con toda la lucidez que puede quedarme. Tengo cortes en las plantas de los pies, las uñas rotas, el vestido hecho harapos y el cuerpo entero dolorido. Puede que no me haya enfrentado a terremotos y buitres, pero está claro que el mundo real tampoco ha sido clemente conmigo. Aún me parece ver a Hazel ante mí… y a mi padre... ¡No, Élodie! ¡No te hundas ahora! ¡Tienes que salir de aquí! Y si no te dejan salir por las buenas, tendrás que hacerlo por las malas…

Al fondo, hay un butacón de madera torneada. Por suerte, pesa bastante menos de lo que aparenta. Lo levanto del suelo y lo uso como ariete contra la vidriera que tengo delante. Resiste el empellón, demostrando su dureza. Lo dejo en el suelo, recupero fuerzas y vuelvo a embestir, con tanto ímpetu que esta vez el cristal cede frente al impacto y tengo que soltar el mueble antes de que la inercia me arrastre con él.

Un fuerte golpe me indica que acaba de partirse contra el suelo. Y que hay al menos dos pisos hasta la calle.

Barro los cristales con el dorso del brazo, intentando no cortarme y me siento en el alféizar. No sé cómo bajaré, pero debo hacerlo. Esta cara de la casa está orientada hacia el patio trasero, lejos de la fiesta y el bullicio. Sólo oscuridad y silencio. Me siento como si viviera dentro de una máquina de marcianitos, intentando adivinar qué salto debo ejecutar para caer al balcón de abajo. Si lo consigo, habré superado el primer nivel…

–¡Eh! ¿Qué haces? ¡Te vas a matar!

La voz proviene de las escaleras que hay justo debajo del balcón. La furia me invade:

–¿A ti qué te importa? ¡Métete en tus asuntos!

O sigo borracha, drogada o lo que quiera que me pase, o el destino es un cabrón. Lo único que me faltaba hoy era encontrarme con ella, aquí, mientras intento huir. Es Ly Jordan, con un cigarro en la boca y las manos en la cabeza. Ver cómo finge preocuparse por mí me asquea más que las propias náuseas. 

–¡Vas a caerte! –me grita–. ¡Por Dios! ¿No sabes usar las escaleras?

Si es producto de mi imaginación, tengo mejor memoria de lo que creía. Inclusive, la posibilidad de imaginarla con un vestido ajustado muy de su estilo y la cazadora que lleva al instituto sobre los hombros. Por si acaso, no se me olvida el resquemor que siento hacia ella.

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