Capítulo 9

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Asia los observaba desde el suelo, incapaz de formar parte. Isaac deseaba poder decirle algo, disculparse, integrarla... cualquier cosa, pero no veía cómo. Naia y Áleix no le quitaban la vista de encima. Notaba sus miradas clavadas en la espalda mientras colocaba los cubiertos en la mesa, cuando les dio la espalda al remover la comida en la olla. Notaba sus ojos contra su nuca, la presión de sus exámenes silenciosos.

Pero también la notaba a ella. Su tristeza camuflada de apatía. Su aflicción e impotencia. Y no podía ignorarlo.

No podía ignorarla. No podía fingir no verla. No sentirla.

Dejó los cuchillos sobre la mesa y abandonó la cocina.

—Ven —murmuró entre dientes al pasar a su lado. Escuchó como se levantaba detrás suyo y lo seguía escaleras arriba hasta su habitación. La mirada de Naia le estuvo perforando el cogote hasta que desapareció de su vista.

Le sujetó la puerta para que entrara en su dormitorio antes de cerrarla detrás suyo.

—¿Estás bien? —le preguntó con la voz más suave que fue capaz de conjurar.

Asia rehuyó su mirada, tampoco respondió, mas no hacía falta. El chico sabía perfectamente la respuesta.

Le costaba entender por qué le afectaba tanto ver la tristeza de una chica que apenas conocía. Por qué la sentía en carne propia, su malestar, su incomodidad, su vergüenza.

No pudo contenerse y de pronto se encontró levantando una mano y acercándola a su rostro. Iba a levantarle la barbilla para que lo mirase a los ojos cuando se dio cuenta. No podía tocarla. No podía tocarla.

Vaciló un par de segundos, en que su mano estuvo suspendida en el aire, antes de empezar a bajarla, e iba a decir algo, cualquier cosa, cuando finalmente Asia alzó la mirada.

Isaac vio como tragaba saliva antes de desaparecer de la habitación.

Al momento dejó de sentirla.

Lo entendía, o al menos era capaz de imaginárselo: ver sin ser capaz de participar, contemplar la alegría de otros sin poder formar parte por más que quisiera y además recordando la que tenía y se le había escapado de los dedos.

Ver a su padre romperse sin poder hacer nada. A su familia. A sus amigos.

Se tomó unos segundos para recomponerse. Para respirar a fondo, vaciar la mente y prepararse para seguir fingiendo. Para anteponerse al constante dolor de cabeza.

Se apoyó en la ventana y contempló el bosque que aguardaba detrás de la calla, en esa época del año ya teñido de brillantes dorados y rojos. Amarillos y marrones. Sintió el frío del cristal. Y la absencia de ella. Ya no la notaba, no la sentía, no la intuía. Y era como un vacío en el pecho.

¿Cómo podía ser posible? ¿Cómo podía sentir tanto sin comprenderlo? ¿Cómo había vivido con ese agujero en el pecho?

Apoyó la frente en el cristal, su respiración opacando el vidrio. Y habría continuado así, escuchando su propia respiración, sintiendo el frío, si no hubiese captado unas pisadas subiendo por las escaleras.

Se apresuró a alcanzar la mesilla de noche y en el momento en que la puerta de su habitación se abrió, Naia se lo encontró recogiéndose el pelo en vez de en ese estado meditativo que tanto odiaba. En vez de con la preocupación escrita en el rostro y la mirada perdida.

—La comida está lista —anunció con voz plana.

Isaac le regaló una sonrisa un tanto tensa antes de pasar por su lado. Si bien era perfectamente capaz de construirse una máscara de indiferencia, de apatía; la felicidad o la despreocupación le eran más difíciles de fingir.

Cuando la muerte desaparecióWhere stories live. Discover now