Capítulo 15

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Caían. Sin freno, sin destino, sin horizonte, suelo ni techo. A su alrededor solo había luz cegadora, azulada, brillante; y rachas de aire azotándoles la piel, el cabello y la ropa con violencia.

Cayeron durante unos instantes que fueron eternos, sin ver ni escuchar absolutamente nada, estando en la nada. En un espacio indefinido sin arriba ni abajo, sin sol ni luna, ni leyes de la física o gravedad.

Isaac reparó en que era imposible que estuvieran cayendo, ¿cómo iba a ser posible si no había un arriba ni un abajo?

Fue una revelación fugaz que desapareció tan pronto hizo acto de presencia.

Tenía la sensación de estar gritando. No lo sabía. No lo escuchaba. No podía pensar.

Y entonces chocaron contra un suelo de madera, no parqué, madera auténtica: sin tratar, pero sueve tras años y años de reiterado uso.

Isaac fue el primero de los tres en conseguir levantarse, tembloroso y desubicado. Parpadeó varias veces hasta conseguir enfocar los ojos y empezar a vislumbrar formas y colores todavía indefinidos.

Fue entonces cuando reparó en que estaban solos: no había rastro alguno ni de Alma ni de la mujer que la había acompañado.

Parpadeó de nuevo, agravando todavía más el dolor de cabeza que parecía ya acompañarlo siempre. Se sujetó en el brazo del sofá para no caer, un tanto mareado, mientras contenía una arcada. El sabor de la sangre seguía inundándole la boca y el mareo no ayudaba a hacerlo más llevadero.

Áleix maldecía en voz baja todavía en el suelo, su rostro había adquirido un tono más pálido de lo habitual y parpadeaba con la misma exageración que Isaac. Por su parte, Naia se frotaba el codo sobre el que había caído observando con atención el lugar donde habían ido a parar.

El médium tuvo que esperar unos segundos más antes de que sus ojos finalmente se acostumbraran a la luz de la sala pudiendo así empezar a apreciar los detalles que los rodeaban.

Se encontraban en un salón, entre una inmensa chimenea de piedra con las brasas ya apagadas y unos elegantes sofás antiguos paralelos entre ellos que en sus mejores tiempos habían sido de un azul vibrante. En ese momento se veían gastados y un tanto amarillentos.

Detrás se encontraba una gran mesa de madera rústica cubierta prácticamente en su totalidad por libros, pergaminos y papeles diversos. Entre ellos sobresalían velas gastadas y tarros de cristal con sustancias de mil y un color y texturas diferentes.

Las sillas que la rodeaban eran todas distintas, de varias formas, medidas y colores, y aunque no combinaban entre ellas contribuían a darle al espacio un toque hogareño, cálido y reconfortante.

Fue al fijarse en las velas dispuestas sin patrón alguno por la mesa, que Isaac reparó en que la falta de lámparas o focos en el techo. En su lugar colgaba una araña dorada de velas a medio derretir.

En todos los rincones había velas apagadas.

Las plantas secas y los libros antiguos también estaban por doquier: desde en las altas estanterías de madera oscura que cubrían las paredes hasta en el suelo, los sofás, las mesillas y la repisa de la chimenea. Y no solo libros, también divisó pergaminos, hojas sueltas, bocetos o trozos de periódico con las letras ya prácticamente ilegibles.

Isaac intuía un orden dentro del caos. Una disposición personal pero sistemática que nadie salvo su artífice entendería. No era el caso.

A su derecha, una puerta de madera y cristal antiguo, grueso y translúcido, daba paso a la cocina. Un solo vistazo reforzaba el anacronismo del lugar: el centro de la estancia era una cocina a leña de hierro macizo. Encima de ella colgaban varios cazos y ollas de cobre con muchos años de uso, así como ajos, pimientos deshidratados y otras hierbas secas. Tazas de porcelana, un fregadero de mármol blanco o un pan recién hecho todavía desprendiendo olor intensificaban todavía más el aire antiguo del espacio.

Cuando la muerte desaparecióDonde viven las historias. Descúbrelo ahora