Capítulo 1

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—¡Baja a desayunar de una vez —gritó dejando un par de boles vacíos encima de la barra de la cocina. La voz le salió ronca, seca. Era lo primero que decía esa mañana, que decía cada mañana.

Se restregó los ojos con somnolencia mientras encendía solo uno de los fluorescentes de la cocina en un intento de evitar el resplandeciente brillo blanco que emanaban. Aun así, se encontró parpadeando ante la luz, cegado durante unos breves instantes.

Fuera todavía no había salido el sol, la negrura de los minutos previos al amanecer solo rota por alguna que otra ventana del vecindario iluminada. Y si miraba más allá, la completa oscuridad del bosque, salvaje e indómito.

Abrió ligeramente la ventana para poder oler el aroma a hojas y humedad que lo impregnaba, pero con él una brisa fría se coló en sus huesos: se acercaba el otoño, con sus tonos dorados, ocres y rojos, y sus alfombras de hojas cubriendo el suelo. Con sus vientos gélidos y capas de escarcha cubriendo cristales de coches y ventanas.

Inspiró un par de veces más antes de volver a cerrar la ventana refugiándose en la calidez del hogar.

Tras un suspiro de calma rebuscó en uno de los armarios hasta encontrar las dos cajas de cereales: la suya, un simple muesli con frutos rojos; y la de su hermana, un seguido de formas amorfas de vivos colores que supuestamente eran unicornios.

Se le escapó una sonrisa. Aproximadamente en dos de cada tres desayunos surgía el debate de si eran realmente unicornios o si eran sus excrementos. Y cada una de las veces su hermana le echaba en cara que era un guarro, solo para que él acabase preguntándole si comer excrementos era peor que comerse unos animales mágicos bañados en purpurina que evacuaban cereales de colores. Él se quedaría con la opción que no implicase la muerte de un ser mágico: las defecaciones.

Dejó ambas cajas en la encimera antes de girarse con impaciencia hacia las escaleras. Cada día Elia tardaba más en bajar.

La voz de su hermana pequeña lo pilló desprevenido. No solía contestar a su grito matutino de apresurarse a bajar, simplemente se limitaba a descender las escaleras trotando con una sonrisa en el rostro que oscilaba entre la diversión y el arrepentimiento. Aunque por más que prometiese ir más ligera por las mañanas, siempre acababa haciendo todo lo contrario, cada día parecía tardar más que el anterior.

Y si bien lo sacaba de quicio, adoraba escuchar sus pisadas y preparar la mirada enfurruñada para recibirla. Ya no se la tragaba. Se había hecho mayor.

«Qué rápido pasa el tiempo» pensó con sorpresa.

«Eso lo dicen los viejos» se reprendió tan pronto se dio cuenta. Él también se estaba haciendo mayor. Aunque si su abuela le escuchaba decir eso acabaría igual de reprendido que un niño de parvulario.

Se le escapó un suspiro divertido un tanto cansado, no había dormido demasiado bien.

—¡Apolo ha muerto! —gritó su hermana—. ¡Otra vez!

Le tomó unos segundos ubicar su voz. Estaba en el salón.

—¡No es precisamente una novedad! —contestó también con un grito. Dejó en la encimera el cartucho de leche de avena todavía sin estrenar antes de dirigirse hacia la pequeña pecera redonda dónde Apolo flotaba flácidamente unos centímetros por encima de las plantas acuáticas, las piedrecitas multicolor y su casita-castillo estilo Hogwarts.

Ambos lo observaron con atención durante unos segundos.

—¿De qué debe haber muerto ahora? —se cuestionó la pequeña sin apartar la vista del diminuto cuerpo del pez naranja. Su ceño se había fruncido de manera adorable.

Cuando la muerte desaparecióWhere stories live. Discover now