Capítulo 14

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Naia se sentía como un animal encerrado. Siempre había despreciado los zoos, pero en ese momento empezaba a entender a la perfección cómo debían sentirse las pobres criaturas. Encerradas. Muertas de asco. Observadas en todo momento.

Incapaz de estarse quieta, hacer vueltas alrededor de la mesa donde habían esposado a Isaac era la única opción que había encontrado para matar el tiempo.

No, no podía entender lo que debían sufrir los animales del zoo. Lo sabía, no podía compararse. Años en esa situación versus el tiempo que ellos habían pasado allí. Eterno pero corto. Lo sabía. Lo sabía y solo hacía que aumentar su rabia, su frustración y nerviosismo.

Por su parte, Áleix se había dejado caer en una de las sillas y contemplaba el techo con parsimonia y resignación a partes iguales. De tanto en tanto cerraba los ojos.

Naia se preguntaba si llegaba a dormitar.

Dirigió una nueva mirada furibunda a las tres cámaras de vigilancia que cubrían todos y cada uno de los rincones de la sala de interrogatorio. Ser vistos sin ver. Sabía como se llamaba: panóptico. Ser incapaz de saber si se te estaba vigilando, la presión silenciosa constante sobre la nuca, y aún así, la posibilidad de que en el otro lado nadie estuviese mirando.

El espejo bidireccional que colgaba en la pared se llevó la siguiente mirada asqueada.

Y siguió dando vueltas.

La imposibilidad de comentar lo que había ocurrido la estaba matando. Necesitaba saber qué había pasado en esa clase. ¿Qué le había sucedido a Alma? ¿Dónde estaba? ¿Qué pintaba un chico de décimo grado en todo ese tema? ¿Por qué Isaac le había dado una paliza? ¿Había sido Alma quién lo había destrozado?

Era incapaz de alejar de su mente la imagen de su cuerpo tendido en el suelo. Las extremidades dobladas en ángulos imposibles a su alrededor. El radio asomando de entre su piel. Su rostro hinchado y ensangrentado, irreconocible: una máscara de tejido inflamatorio y sangre coagulada.

Las miradas de horror de los agentes y los paramédicos al entrar en el aula.

Y Alma.

No se la podía sacar de la cabeza. No podía dejar de ver sus ojos desenfocados. Su cuerpo inmóvil. El charco de sangre que se había formado dejado de ella.

Que seguía en la ropa y la piel de Isaac.

Necesitaba saber que había ocurrido. Dónde estaba. Si estaba bien. Y no poder preguntarlo la estaba matando: no podían arriesgarse a ser escuchados, a crearse todavía más problemas de en los que ya estaban.

En ese momento fue la puerta quién se llevó una mirada enfurecida. Al ser menores no les podían tomar declaración formal hasta la legada de sus tutores legales. Así pues, les tocaba esperar.

Imaginaba que la madre de Áleix seguramente ya se encontraba en comisaría. La veía perfectamente discutiendo con algún oficial para que le dejaran ver a su hijo y sus amigos. Exigiendo respuestas con las mejillas sonrosadas y posado firme a pesar de su nada amenazante jersey rosado con florecitas, permanente pasada de moda, reloj de oro y voz chillona.

Los padres de Isaac probablemente no habrían llegado todavía. Al trabajar en la ciudad, y posiblemente encontrándose en alguna reunión o incluso en el quirófano, tardarían más en arribar. Al hacerlo serían firmes pero respetuosos y tranquilos.

Por su parte, su tía seguramente se encontraba en alguna zona sin cobertura, por lo que tardarían todavía más en dar con ella. En un pueblo donde se conocían todos, sabían perfectamente que se trataba de la guardia rural de la zona, por lo que debían haber intentado contactar con ella por radio. Naia sabía que no lo habían logrado. Se le había estropeado un par de días antes y todavía no habían enviado un repuesto desde la central.

Cuando la muerte desaparecióDonde viven las historias. Descúbrelo ahora