Capítulo 11

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Isaac examinó centímetro a centímetro el rostro de Alma: a pesar de la sonrisa divertida que adornaba sus labios no parecía estar engañándolos.

Y eso desvelaba miles de nuevas preguntas. ¿Era una pieza clave? ¿En qué? ¿Quiénes eran todos? ¿Qué significaba eso? ¿Cómo se relacionaba con él?

Nuevas incógnitas se iban sumando a las anteriores y parecía ser que ninguna iba a tener una respuesta inminente. Ignoró el martilleante dolor de cabeza que resonaba en todos y cada uno de los rincones de su cráneo y se obligó a sintetizar la información recibida: Asia era un fantasma. Alma y sus hermanos se habían encargado siempre de acompañarlos al cielo, al purgatorio o al infierno, pero ahora las almas no podían abandonar la tierra. Por tanto, Alma no era humana. Además, en vez de poder ascender al cielo, Asia se había visto atraída hasta él.

Aunque ya no la sentía en absoluto, tampoco la falta de ella, el corazón se le encogió al pensar en ella. En su miedo, sus ojos cristalizados y labios temblorosos.

Y, de nuevo, eso revelaba todavía más preguntas. ¿Qué había cambiado? ¿Por qué había dejado de sentirla?

¿Y dónde estaba?

Había empezado el curso preocupado por las notas que conseguiría y a qué universidad acabaría yendo, ¿y ahora se veía metido en un lío de fantasmas, conexiones físicas y alteraciones en el orden de la vida?

Estaban jodidos. Estaba jodido.

Aprovechando que Alma parecía de repente muy dada a hablar dejando atrás su actitud violenta y sus desapariciones repentinas, Isaac se dejó resbalar por la pared hasta quedar sentado de piernas cruzadas en el suelo. ¿Hacía más preguntas? ¿Era capaz de soportar más incógnitas? ¿Realmente quería saber? ¿O prefería seguir con su vida como había sido hasta el momento? Mirar películas de terror con sus amigos, regalarle peces a Elia, desayunar viendo CSI...

No. No podía ignorar la verdad, no cuando lo tocaba tan de cerca, cuando había llamado a la puerta de su casa. Cuando lo había guiado hasta Asia. Y a ella hasta él.

Necesitaba saber qué estaba pasando, entenderlo, comprenderlo. Aunque la cabeza no se lo estuviera poniendo nada fácil, el dolor ya una constante en su día a día.

Sus mentes iban a toda velocidad, o al menos la de Isaac, cuando Naia trajo a colación la pregunta más obvia de todas. O varias de ellas.

—¿Por qué deberíamos confiar en ti? ¿Por qué deberíamos creer que todo lo que nos dices es cierto? ¿Qué pintas tú en esto? ¿Cómo sabemos que nos dices la verdad? —cuestionó con desconfianza. Examinaba a Alma con los ojos entrecerrados y las cejas fruncidas, alerta, tensa, desconfiada.

Y tenía toda la razón.

Alma solo había hecho acto de presencia en dos ocasiones, y ninguna de las dos había sido agradable o inspiradora de confianza. Se había mostrado violenta, esquiva, recia a contestarles, manipuladora. ¿Debían confiar en ella?

La respuesta era clara: un rotundo no, pero, al fin y al cabo, era su mejor (o su única) baza para descubrir que estaba pasando ¿no?

—¿De verdad, niñita?

Aunque era una baza insufrible.

Se había sentado en el escritorio de Isaac con las piernas cruzadas colgando por el margen y el cuerpo inclinado hacia atrás y los examinaba con la más pura diversión y disfrute en la mirada. Con la seguridad de quien tiene el control absoluto de la situación, de la información, de la verdad.

Sin vacilar en ningún momento a pesar de sus pullas Naia le dedicó una mirada firme e incluso amenazante, incitándola a empezar a hablar. A empezar a revelar pruebas.

Cuando la muerte desaparecióWhere stories live. Discover now