Capítulo 51

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Encontró a Naia apoyada en el lateral del coche, de espaldas a ella. Se abrazaba con fuerza rodeándose el cuerpo con los brazos para mantener el calor corporal en medio de las rachas de viento que agitaban la ropa contra su piel. Sus trencitas eran demasiado pesadas para ondear en el aire como lo hacía el pelo sin trenzar, pero sus puntas recubiertas de cuentas plateadas tintineaban levemente con un suave sonido metálico musical.

A pesar de que se encontraba con los brazos cruzados apuntaba la linde del bosque con la linterna, prevenida y alerta ante cualquier posible movimiento o ruido.

Fue justamente esa cuidadosa atención la que la llevó a tensarse con sobresalto al escuchar la voz de Asia, pillada por sorpresa debido a sus pisadas totalmente insonoras, incorpóreas.

—Naia ¿estás bien?

Se giró con rapidez, la linterna apretada entre sus manos y su corazón desbocado. Se tomó unos segundos antes de contestar.

—No.

» No podemos hacerlo. No podemos arriesgarnos —afirmó negando con la cabeza con la voz aguda predecesora de las lágrimas. Las notaba. Sabía que volverían a conseguir salir en cualquier momento por más que luchase contra ellas.

Asia se acercó hasta ella.

—¿Arriesgarnos a qué? —le preguntó.

—¿Y si sale mal? ¿Y si...? ¿Y si la condenamos?

Tenía imaginación, mucha imaginación influida por libros y películas. Demasiada imaginación. Y en su mente no veía a la señora. La veía a ella, a su abuela: pequeñita, de sonrisa omnipresente y firmeza en la voz. La veía preparándole la comida y trenzándole el pelo con esas manos nudosas de extremada fuerza. Abrazándonosla cuando había muerto su madre. Y no podía. No podía soportarlo. No podía soportar imaginarla en un infierno que sabía real. No podía soportar verla desaparecer para siempre ahora que sabía a ciencia cierta que existía un destino al que llegar.

No podían arriesgarse a condenarla por una simple corazonada. No podían jugar con su vida de esa manera. No era justo, o ético, o moral. En ese momento no era capaz de recordar la diferencia, le era igual. No podían hacerlo. No podía hacerlo. No podía ser culpable o cómplice de tal potencial atrocidad.

Lo había leído en el diario de ese tal B. Tannhäusen: '...siendo la quema de los huesos o del objeto al que se han adherido para mantenerse en el plano mortal la única manera de deshacerse de ellos de manera permanente. Tampoco he conseguido evidencia de qué ocurre tras estos actos'. Ningún libro parecía saber qué ocurría cuando se quemaban los huesos. Y aunque podía entender que quemar los huesos de un fantasma violento e irracional podía ser la única manera de preservar vidas humanas cuando estos perdían todo rastro de humanidad, no era el caso. Todavía no. Debían ayudarla, no deshacerse de ella como si fuera un animal rabioso.

¿Y si la condenaban al olvido y unos días más tarde encontraban la respuesta?

Un sacrificio en vano.

Hubo unos instantes de silencio mientras ambas partes permanecían sumidas en sus pensamientos. Finalmente, Asia habló.

—Ella lo escogió. Decidió seguir adelante.

—Hablas en pasado. Como si ya no hubiera vuelta atrás —murmuró examinándole la mirada en busca de respuesta a su pregunta no formulada. No encontró nada. Y aunque sabía que no lo haría en el cielo nocturno, su mirada saltó inconscientemente hasta él en busca de un inesperado resplandor y columna de humo ondulante.

La noche seguía igual de oscura que unos minutos antes.

—Lo ha escogido ella.

—¿Y qué? ¿Cómo ella lo ha escogido podemos condenarla a desaparecer así cómo así? ¿Podemos arriesgarnos a que acabe en el infierno? ¿Cómo nos ha dado permiso podemos hacerle eso?

Cuando la muerte desaparecióDonde viven las historias. Descúbrelo ahora