Capítulo 23

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Tan pronto había cumplido los dieciséis años su abuela lo había sentado en su coche y le había enseñado cómo conducir. Después de obtener la licencia, apenas había vuelto a tocar un volante de nuevo. No le hacía falta.

El instituto quedaba a pocos minutos andando, la casa de Áleix todavía más cerca y aunque hubiera sido bastante agradable llegar a casa de Naia a cuatro ruedas, sus padres se pasaban el día fuera y el coche se iba con ellos. La bicicleta acababa siendo la opción más habitual.

No había conducido ningún coche más que el de su abuela y en un par de ocasiones, el de sus padres.

El ángulo del cambio de marcha se le antojó extraño. La textura del volante, la dureza del acelerador, la distancia entre el asiento y los pedales... le eran completamente desconocidos. Y no tuvo oportunidad alguna de hacérselos suyos. No pudo permitirse dudar.

Con un fuerte olor a tabaco de fondo, todos y cada uno de los músculos tensionados y el miedo bien anclado al corazón, colocó las manos a las dos y a las diez sin pararse a pensar en cómo las estaba poniendo, situó los pies en los pedales, y arrancó.

El motor ronroneó durante unos segundos antes de que la camioneta saliera disparada.

Había recorrido unos cincuenta metros cuando a la mente le vino un flashback de su abuela dándole una colleja. «Luces».

Con una mano fuertemente agarrada al volante soltó la otra y empezó a palpar los distintos botones y palancas que lo adornaban. No apartó la vista de la oscuridad que aguardaba al otro lado del parabrisas, no podía. Era la única manera de no...

Las ruedas vencieron una resistencia blanda.

Su mente le envió imágenes de los cuerpos que Alma, Idara y el chico habían ido dejando atrás. Cuerpos abiertos de arriba abajo, brazos y piernas separadas para siempre de sus lugares naturales. Cabezas abandonadas en el suelo.

No hubo arcadas surcándole la garganta. No tuvo la sensación de ir a vomitar ni la necesidad de apoyarse en algún lugar para no caer. Solo tensó todavía más la mandíbula mientras presionaba el pedal con más fuerza.

¿Qué estaba mal con él? ¿Cómo podía mantenerse entero?

Elia. Tenía que sacara a Elia de allí. Era la adrenalina. La adrenalina lo hacía funcionar.

Las luces delanteras se encendieron.

La cabaña quedó atrás. Alma e Idara, solas y completamente rodeadas de aquellos quienes lo buscaban a él. Moribundas sino ya muertas.

Por su culpa.

Por él.

Más daños colaterales como lo había sido Elia. Su hermana.

Solo importaba ella. Elia era su única prioridad. No podía ser de otra manera. Tenía que centrarse en la chica que descansaba en el asiento del copiloto. La parte dominante de su cerebro, la parte más racional, más fría y apática, le recordaba que Idara ya estaría muerta y que a Alma podría transportarse cuando lo considerase oportuno. Puede que ya ni estuviese allí.

Aunque por más sangre fría que tuviera, en el fondo de su mente, la culpabilidad aullaba. Y el miedo.

Los últimos resquicios de la cabaña desaparecieron de su campo visual al internarse a toda velocidad en el serpenteante camino rodeado de densos árboles que se alejaba de ese lugar ya maldito para siempre.

El coche se inclinó peligrosamente hacia un lado solo para instantes después inclinarse hacia el otro, sacudiéndolo con vehemencia en su asiento. Temió que su hermana se hiciera daño, que se golpeara la cabeza con la ventanilla o se lastimara el cuello con los bruscos golpes del vehículo, pero no podía apartar la mirada del camino para comprobarlo. Esas breves milésimas de segundo serían suficientes para perder el control y salir disparados del estrecho y sinuoso camino de tierra y piedras.

Cuando la muerte desaparecióWhere stories live. Discover now