Capítulo 31

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—He preparado espaguetis —indicó Áleix sacando la cabeza por la puerta de la habitación. Llevaba un delantal manchado de salsa de tomate por todos lados.

Isaac le dedicó un asentimiento de cabeza sin apartar la mirada del libro que tenía entre manos.

Aunque habían instalado el balancín que había estado en el patio en la pequeña habitación que ocupaba Elia, Isaac se pasaba las largas horas sentado en el suelo con las piernas cruzadas. A veces leía, colaborando con la investigación que seguían llevando a cabo sin fruto alguno (no encontraban explicación a porqué las almas de repente no podían abandonar el mundo terrenal); otras meditaba. La mayoría simplemente esperaba. Y suplicaba que su hermana se despertase.

Tras cinco días no habían visto cambio alguno.

Los moratones habían cambiado de color, alguno de los arañazos y cortes menos profundos habían empezado a encostrarse, su piel había recuperado algo de color, pero Elia no se había despertado. Y no parecía que fuera a hacerlo.

Tampoco habían tenido noticias de Alma.

—¡Ahora! —escuchó que gritaba Áleix en pasillo.

Un suspiro divertido escapó de entre sus labios. Las ojeras le adornaban los ojos, hacía días que no dormía más de un par de horas seguidas. Las pesadillas lo acechaban tan pronto cerraba los ojos, despiadadas.

Con cierta dificultad se levantó del suelo. Al llegar a la puerta se le hacía difícil abandonar el dormitorio. Una parte de él se preocupaba por si su hermana se despertaba, sola. Otra temía que al volver no se encontrase allí. Que se la llevasen de nuevo.

Pero no podía vivir las veinticuatro horas del día allí. Tenía que comer. Necesitaba dormir. Lo sabía.

Se obligó a abandonar la habitación.

El aroma de la salsa le invadió las fosas nasales. Una parte de su estómago gruñó en respuesta, desesperada. Otra quiso vomitar.

Se sentía un tanto mareado.

Tenía que comer. Necesitaba dormir.

Se obligó a sentarse en la mesa.

Áleix le colocó delante un plato a rebosar. Sirvió otros dos para él y Naia.

Cuatro días antes Nit les había conseguido víveres, también algo de ropa de su época. Tener zapatillas de estar por casa fue maravilloso. Las sudaderas de color naranja fosforito que había traído eran mucho más antiestéticas que las camisas del siglo pasado, pero mucho más cómodas y abrigaditas.

Y una cafetera. Ese había sido una exigencia de Naia muy acertada.

Al sentarse en la mesa volvió a sumergirse en el libro de fantasmas que él mismo había ojeado esa mañana. Parecía ser uno de los más detallados sobre el tema. 

Corroboraba un fragmento que Naia había leído en un principio sobre como algunas almas podían quedar atrapadas en plano mortal unidas a sus huesos o algún objeto con especial sentimentalismo para ellas. Lo que no explicaba era por qué de repente les sucedía a todas. Y porque era algo tan destacable, algo que requería de un médium para solucionarse, algo que podía desestabilizar el poder en el infierno y despertar un golpe de estado, o al menos indicidr en él.

Isaac observó a Naia por el rabillo del ojo mientras se obligaba a comer, cada bocado más difícil que el anterior.

Tras su desfogue, así había decidido llamarlo ella misma, había aclarado que no quería hablar de ello. Isaac la notaba más distante, más apagada, e intuía que tenía que ver con Alma. Al comentarlo se había cerrado en banda y se había alejado todavía más de él.

Cuando la muerte desaparecióWhere stories live. Discover now