Capítulo 4

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Alma se había levantado por su propio pie sin demasiado esfuerzo hasta quedar sentada en la cama. Ahora era ella quien se sujetaba el costado con fuerzas y aun así la sangre seguía escapando entre sus dedos.

La herida empezaba en el lateral del torso a la altura del ombligo hasta perderse debajo el top de cuero negro ahora rasgado y ensangrentado que llevaba.

—Quítate el top —le ordenó Naia.

Alma levantó las cejas con sorpresa y satisfacción a la vez.

—No tendría problema alguno en hacerlo si no fuera porque en este momento se me hace un poco difícil.

» Ya sabes, por la herida y eso —añadió unos segundos después con diversión. A Isaac le pareció detectar una cierta picardía en su respuesta.

Naia rodó los ojos antes de coger las tijeras que había traído Áleix del baño.

No le dio tiempo a decir nada, se arrodilló delante suyo y empezó a cortar la tela como tantas veces había visto que hacían los médicos en las películas.

En el momento en que la prenda se abrió deseó que la tierra se la tragara.

No llevaba nada debajo.

Y eso no era lo peor de todo. Peor era que no podía apartar la vista de sus pechos.

—¿Te gusta lo que ves? —Se podía intuir una sonrisa traviesa en sus labios. E Isaac ya no pudo negar la travesura de su voz, el ronroneo de sus palabras.

Naia no fue capaz de responder. Tampoco de alejar la mirada de ellos, de su piel tostada, tersa e imaginaba que suave, de sus pezones grandes y oscuros, de su forma redondeada, de la pequita que los adornaba...

Isaac le pasó una toalla, pero Alma se deleitó con la admiración de la chica unos segundos más antes de taparse. Solo entonces Naia pudo respirar.

Y deseó aún más que la tierra la tragara cuando la inspiración le salió agitada, temblorosa e incontrolada. Cuando la inspiración evidenció su nerviosismo.

¿Y ahora que hacía? No podía alejarse de ella como si nada. No cuando se había arrodillado delante de ella con tanta convicción, con una tarea tan obvia para todos. Cuando era perfectamente consciente del asombro que había teñido sus facciones.

Todos los músculos de su cuello se tensaron para evitar tragar saliva de nuevo.

—Voy a limpiarte —afirmó con tanta convicción como pudo. Aun así, le salió apenas un susurro—. Isaac, ¿me vas pasando toallas mojadas?

El chico, al que no le había pasado desapercibida la escena, se apresuró a acercarle una.

Y una vez más, Naia deseó que la tierra la tragara. Que la engullera. O que el sol se lo tragase todo. Cualquier cosa menos estar allí.

Pero se obligó a coger la toalla, a frotarla por el estómago de Alma, por sus muslos, por sus brazos. Una y otra vez. Y otra vez.

Isaac le iba pasando toallas mojadas y ella las desechaba cuando estaban completamente empapadas dejando más sangre de la que se llevaban.

Evitó mirarla a la cara mientras le pasaba la toalla por el bajo vientre, mientras le limpiaba la sangre seca de debajo los pechos que ella todavía se tapaba con la toalla mientras que con la otra mano se presionaba el costado. Cuando le pasó la toalla por el interior de los muslos para eliminar el grueso de la sangre que la impregnaba.

—Voy a vendarte —murmuró sin levantar la vista. Dejó caer al suelo la toalla que sujetaba.

» ¿Me mojas una gasa con alcohol? —le ordenó a Isaac. Este así lo hizo.

Cuando la muerte desaparecióजहाँ कहानियाँ रहती हैं। अभी खोजें