Capítulo 8

54 12 21
                                    

Asia era un fantasma.

El alivio que sintió fue inmenso, pero aún así no pudo permitirse externalizarlo, sus facciones una máscara de apatía y tristeza para no alertar a la docente y meterse en problemas.

—¿Te acompaño a clase? No puedo dejar que te quedes, aquí... aunque podrías ir a la enfermería o a la salita de...

Ninguna de las opciones lo atraía en lo absoluto, lo que necesitaba era salir de allí, poder hablar con Asia con tranquilidad para empezar a entender qué estaba sucediendo. Pero no podía permitirse que llamaran a sus padres y no iban a dejarlo irse del instituto sin su consentimiento.

«Mierda».

—Mejor vuelvo a clase —dijo finalmente. Si aceptaba ir a la enfermería también acabarían llamando a sus padres y en el momento en que se mencionase la muerte de una amiga las mentiras empezarían a salir a la luz. Y tan pronto sucediese la preocupación de Naia, Áleix y Elia crecería exponencialmente, y con ella la posibilidad de que hablasen con sus padres sobre sus «alucinaciones».

No podía permitírselo.

—Te acompaño, entonces —propuso la docente con voz suave.

Isaac asintió con la cabeza, cabizbajo, para ocultar la velocidad de sus pensamientos, el alivio que lo había invadido al descubrir que Asia era una fantasma. Y las preguntas. Las miles de preguntas que revoloteaban en su mente.

Haber dejado atrás la teoría de las alucinaciones implicaba que había aceptado la existencia de los fantasmas, del alma, de lo sobrenatural. Aunque su vida y su salud ya no estaban en juego, no dejaba de ser igualmente difícil de procesar, meditar y cuestionar. Ysi bien, Asia no era un producto de su mente, la revelación no había venido conun cese del dolor.

Y en medio de todo ello, una pregunta brillaba con fuerza por encima del resto ¿por qué él podía verla? Sentirla.

¿Qué lo hacía diferente?

Seguido de una invisible pero existente Asia llegaron hasta el aula treinta y cinco. La profesora llamó a la puerta antes de indicarle que entrara.

Y allí estaban todos sus compañeros mirándolo fijamente cuando recorrió la clase hasta llegar a su asiento. No le habría importado en lo más mínimo sino fuera porque las miradas de Naia y Áleix también estaban posadas en él. Reprobadoras, preocupadas, enfadadas.

Se sentó en su sitio sin despegar la mirada del suelo para no cruzarla con las suyas. ¿Qué les diría? ¿Les mentiría?

¿Intentaría explicarles la verdad? «No». Se conocía suficiente como para saber que no lo haría. Era demasiado peligroso. Si lo tomaban por loco (la reacción más lógica y coherente y la mismaque él había tenido) podía haber consecuencias devastadoras.

La profesora de álgebra intercambió unas palabras con la docente de historia. Isaac supo deducir por sus expresiones la conversación que estaban teniendo. No hubo preguntas sobre su ausencia.

La tristeza que se intuía en sus ojos fue mucho más fácil de soportar que unas desafortunadas preguntas. Porque, si las hubiera llegado a haber, las mentiras que saldrían de su boca serían las mismas que escucharían sus amigos y en ese momento sería como mentirles directamente. Y no podía permitírselo.

Tampoco quería hacerlo.

Agradeció en silencio que continuara explicando los bandos de la Segunda Guerra Mundial sin comentar nada.

Sin pararse a considerarlo sacó la libreta y la abrió hasta el apartado de historia. No iba a ser capaz de prestar atención, menos todavía de tomar apuntes, pero al menos debía disimular que tenía la mente a millones de kilómetros.

Cuando la muerte desaparecióDonde viven las historias. Descúbrelo ahora