Capítulo 30

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Tras revolver de arriba abajo la granja habían recopilado en el comedor todo aquello que habían encontrado útil. La ropa de abrigo iba ser de entre el 1700 y el 1800, la comida era escasa y el botiquín consistía en unos trapos como vendas y algunas plantas secas que a Naia le parecía recordar de un libro que había leído hacía tiempo. Habían encontrado también una brújula, pero lo más preocupante de todo era el agua. O, más concretamente, cómo transportarla. También la falta de mochilas. Y de linternas. Y de zapatos apropiados para andar kilómetros y kilómetros. El panorama era desalentador.

Los tres llevaban cinco minutos contemplando el conjunto que decoraba el suelo.

—Somos imbéciles —soltó Áleix sin apartar la mirada de los víveres. Ambas chicas se giraron para observarlo—. Somos imbéciles —repitió soltando una risa.

» Parece que estemos en el mil y pico —afirmó señalando la sala que los rodeaba y la ropa que vestían Naia y él—. Pero no lo estamos, ¿a qué no?

» ¿Para qué sirve un móvil? O ¿cuál era su función principal cuando lo crearon?

El chico vio como Naia se daba cuenta.

—Para llamar.

—Para llamar a alguien que nos venga a buscar. A tu tía, a mis padres, a algún amigo, a alguien de pueblo o incluso a emergencias. Somos imbéciles.

—Toda la razón de mundo —murmuró Asia negando con la cabeza con una sonrisa aliviada. Se llevó una mano al pecho. Ya lo sentía más cerca.

Todas las opciones que había planteado Áleix tenían inconvenientes (sus familias y amistades habían estado manipulados por una bruja para creer que estaban en unas conferencias de ciencia, llamar a emergencias era despertar preguntas, ¿y del pueblo? ¿a quién llamar para recorrer centenares de kilómetros en su busca?), pero, en todo caso, era mucho mejor idea que arriesgar sus vidas pillando una hipotermia, deshidratándose, perdiéndose o teniendo un bajón de glucosa en sangre.

Aún no habían procesado la idea cuando un sonido llamó la atención de los tres. Era un sonido corriente, completamente habitual y mundano, pero impropio del lugar donde se encontraban. El contundente rugido del motor de un coche destacaba notablemente por encima de la brisa del prado, el cantar de los pájaros y el murmurar de los pocos fantasmas que quedaban por los alrededores.

Los tres salieron disparados hacia la ventana.

Entre los árboles, en un pequeño espacio que en su día había sido un camino, pero que en ese momento se encontraba atestado de hierba alta y matorrales (motivo por el cual no lo habían siquiera notado), se divisaba un todoterreno negro.

La preocupación cruzó sus rostros. ¿Quién sería? ¿Podrían haber sido los demonios? ¿Los habían encontrado? ¿Alma?

Asia se quedó sin respiración por unos momentos. Su cuerpo la empujaba en su dirección. Tiraba de ella. La llamaba.

—Isaac... —susurró. Era él.

Ante esa revelación los tres salieron corriendo hacia la puerta de entrada, esperanzados, sorprendidos, expectantes.

El vehículo los alcanzó cuando tan solo se habían alejado unos pasos de la granja.

Al bajar del todoterreno Naia se tiró a los brazos de Isaac en un abrazo feroz que no tardó en convertirse en una sarta de insultos y recriminaciones.

—¡Eres un mierda! ¡Joder! ¡Te vuelves a ir sin decir nada y te mato! ¡¿Me oyes!? —Sus ojos se llenaban de lágrimas por momentos, por el miedo, por la ansiedad, por haberse marchado sin avisarlos. Por la sangre seca que lo cubría y la ropa destrozada.

Cuando la muerte desaparecióWhere stories live. Discover now