Adiós, Neptuno

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Tres horas de clases diarias parecían no ser suficientes, pero no podía dar más sin que mi mente colapsara por el esfuerzo. Aún era joven y tenía mucho tiempo para seguir aprendiendo, o eso me decía el profesor. Sin embargo, yo sabía que para mi madre eso no era suficiente.

Tras la lección, abandoné el edificio y crucé la avenida general Navadijo. Bajé por ella hasta la siguiente calle que torcía hacia mi izquierda y caminé algunos metros más hasta una pequeña panadería. Sus paredes eran de color marrón y el olor a pan recién hecho se colaba por mis fosas nasales. Era una delicia.

La propietaria era una mujer de unos cien años con el cabello rojizo y ojos dulces. A causa de un problema de nacimiento era paralítica de cintura para abajo. Los médicos no habían podido hacer nada por ella salvo ofrecerle un dispositivo especial de energía. Se trataba de una tecnología que permitía a los discapacitados moverse por las calles sin necesidad de silla de ruedas, solo con una extraña luz azul que recorría sus piernas. Era tan útil que además de deslizarlos por el suelo o subir escaleras, también alcanzaba cierta altura para llegar a estantes altos, pasar una verja o esquivar un obstáculo imprevisto. Así, Bianca podía atender su tienda sin el menor problema.

—Buenas tardes, Silene —me saludó con una sonrisa—. Lo de siempre, supongo.

—Así es, Bianca. Muchas gracias.

—¿Cómo te ha ido hoy?

Era su pregunta habitual mientras metía una barra de pan en una bolsa.

—Mejorando, según dicen —era siempre mi respuesta.

—Vas a conseguir grandes logros, estoy segura.

Y puede que razón no le faltara.

Salí de la tienda y emprendí el camino de regreso a casa, donde me esperaban mi madre y Ámarok. El lobo corrió al camino nada más verme y empezó a corretear a mi alrededor, contento de que hubiera regresado.

—¿Qué has hecho hoy, Ámarok?

A parte de correr y tumbarme en el porche, no gran cosa —respondió—. Esto es muy aburrido sin ti.

—Dentro de poco podré controlar mis dones y estaremos siempre juntos. ¡Ya lo verás!

Él no dijo nada, pero sus ojos tristes eran inconfundibles. Con una pequeña sonrisa, acaricié su cabeza. Una gota cayó sobre mi mano y mis ojos miraron hacia arriba. Las nubes grises habían cubierto el cielo y se preparaban para llorar sobre nosotros. Lo mismo de cada día. Sonreí un poco más y las gotas se multiplicaron. Ámarok y yo corrimos a refugiarnos en el porche.

—¡He llegado! —avisé cuando entré en la casa.

—En la cocina —era siempre la respuesta de mi madre.

Dejé el bolso en mi dormitorio y caminé hacia la cocina con la compañía del lobo. Mi madre se encontraba de espaldas a mí, cocinando. Su pelo, muy corto y oscuro, estaba un poco revuelto. Ella era muy alta y delgada, mientras que yo era más bien baja y con muchas curvas. No nos parecíamos demasiado, pero ella siempre decía que había salido a mi padre.

Fewis Gadel había sido un excelente investigador militar. Así conoció a mi madre, aunque por aquel entonces ella era mucho más prestigiosa que él. Fue por eso que decidieron ponerme su apellido, ya que en Neptuno solo es necesario uno. Más tarde, los inventos de mi padre y sus descubrimientos comenzaron a dar sus frutos. Pero uno de sus experimentos salió mal y la base militar en la que trabajaba quedó reducida a cenizas. Dio el aviso para evacuarla, de modo que nadie más murió, pero él se quedó para intentar detener la catástrofe. Mi madre dijo que ni siquiera encontraron sus restos. Yo tenía cuatro años, de modo que no me acuerdo muy bien de él. Las pocas fotos suyas que tenía estaban atesoradas en un pequeño álbum, a salvo de todo.

El mundo oculto del Espejo [SILENE #1]Onde as histórias ganham vida. Descobre agora