3. Invocación

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El leve rastro de esa extraña especie de humo negro no duró más de un segundo, y luego desapareció por completo.

Me quedé helada y atónita, mirando fijamente el punto en el que se había ido, sin poder creer lo que mis ojos captaron. ¿Qué carajos acababa de suceder?

«¿Se ha ido?», susurró una voz en mi cabeza.

Un jadeo tembloroso escapó de mis labios.

Barrí con la vista el espacio a mi alrededor, fijándome en cada rincón de la estancia, pero la única persona que había ahí era yo. Entonces, tan fácil como llegó, mi miedo se transformó en una oleada de alivio cuando me percaté de que finalmente estaba a salvo, y mi familia, sobre todo.

Me puse de pie con lentitud, debido al agarrotamiento que el pavor dejó en mis músculos. La incertidumbre se ciñó al centro de mi ser cuando apagué las luces y todo el primer piso quedó a oscuras. Pero, pasados unos segundos, nada más sucedió. Y no sabía si debía sentirme afortunada hasta la mierda, o si continuar invadida por el miedo.

Tuve que asegurarme de que mi mamá y mi hermano se encontraban bien y que seguían durmiendo antes de ir a mi habitación. Así que, con la luz todavía encendida, me escondí debajo de las frazadas, hecha un ovillo.

En mi interior, sabía que el temor aún no me abandonaba.

Me levanté muy cautelosa por la mañana. No supe en qué momento me quedé dormida, y estaba casi segura de que las insípidas píldoras fueron las responsables de ello. Pero, aun así, no pasé una buena noche; me desperté con cada pequeño ruido que escuchaba en el exterior, sobresaltada y con el corazón en la mano.

Una diminuta parte de mí —la sensata—, me decía que no tenía de qué preocuparme, que ya todo había pasado. Que no fue más que una jugada sucia de mi propio cerebro. Sin embargo, por más que quisiera negarlo, por mucho que anhelara convencerme de eso, tenía claro que no era así. En el fondo era consciente de que sí pasó, de que fue real. Que él era real.

Y esa era razón suficiente para no bajar la guardia.

Mi familia, al igual que el día anterior, no pareció haberse dado cuenta de nada. Mi madre y mi hermano actuaban de forma normal, como si no hubiesen podido ser capaces de escuchar ni siquiera un murmullo de mi enfrentamiento. Era como si hubieran sido totalmente ajenos, a pesar de encontrarse en la misma casa, en ese mismo momento. No lo entendía. ¿Por qué no pudieron oír nada?

«Quizá fue por ese sujeto. Tal vez él les hizo algo y por eso no oyeron nada», sugirió la voz insidiosa de mi mente, pero me pareció absurdo. Un ser como él no podía tener esa clase de poder... ¿O sí? En realidad, lo desconocía por completo.

Mi padre llegó a casa poco antes de que me fuera al trabajo. Mi mamá se le lanzó encima apenas él cruzó el umbral de la puerta y no lo soltó más, ni siquiera cuando yo intenté despedirme. Sonreí para mí misma; había crecido viendo su amor perdurar con el pasar de los años, y después de haber temido por la vida de mi madre la noche anterior, verlos juntos hizo que un alivio indescriptible me llenara el pecho.

En el corto lapso que me tomaba llegar a mi trabajo, me llamó la atención una curiosa sensación de libertad. Pese a todas las personas que circulaban a mi alrededor —cada una sumida en sus propios asuntos—, podía sentirme como si estuviera totalmente sola, como si nadie se fijara en mí, y eso me reconfortó. Así era como solía sentirme la mayoría del tiempo desde que tenía memoria, por lo que la emoción fue bienvenida.

Mi paz duró hasta que crucé la puerta de la cafetería y Diana me atacó con sus acusaciones. Primero, por no haberle avisado a tiempo de que había llegado bien a casa —de nuevo—, y segundo, por no pedir ayuda, haber llamado a la policía o haber hecho cualquier cosa útil cuando vi a aquel tipo que me siguió en la calle.

PenumbraWhere stories live. Discover now