39. Arrepentimiento

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El rugido del motor del auto no hacía más que alterar mis nervios.

Enterré las uñas en mis palmas; el desasosiego que se precipitaba por mis venas era tan desmedido que no sentí el menor dolor. Levanté la vista hacia el retrovisor, solo para advertir el semblante furibundo del demonio que estaba en el asiento delante de mí. Sus ojos estaban fijos al frente, con el ceño muy fruncido. Entonces, por un lapso fugaz, su mirada y la mía se encontraron, antes de que él la desviara.

Mis ojos todavía mantenían la capa húmeda que no los abandonaba desde la escena que había presenciado hacía casi una hora atrás. Me froté los párpados con fuerza, pero los deseos de romper a llorar ahí mismo, en el asiento trasero de un auto que claramente era robado, continuaron intactos.

La ligera risa del demonio me sacó de balance.

—¿Todavía lloras por tu amigo? —preguntó con un dejo burlesco, después de no haber abierto la boca por lo que se había sentido como una eternidad—. Dudo que estuvieras demasiado encariñada con él.

Le dediqué una mirada cargada de veneno.

—No tenías por qué hacerlo. —La voz se me quebró—. Paul no hizo nada malo.

Se encogió de hombros.

—Se atrevió a golpearme.

—Ni siquiera lo debiste haber sentido. —No pude evitar alzar un poco más el tono, completamente invadida por la rabia. En el espejo, vi cómo sus labios se estiraban en una sonrisa cargada de satisfacción y orgullo por lo que había hecho—. Eres un... —mascullé, pero cuando sus ojos verdes se encontraron con los míos en un gesto que a todas luces estaba colmado de advertencia, el calor del enojo se disipó de golpe.

Alcancé a atisbar cómo entornaba la vista. Dejó escapar un suspiro de tedio.

—Tienes suerte de que tengo órdenes explícitas de no tocarte ni un pelo —dijo con los dientes apretados.

Tragué saliva para disolver el nudo que se había formado en mi garganta. Desvié la mirada de él, apretando los puños por pura impotencia. Nos estábamos dirigiendo rumbo al noroeste. Todo lo que fui capaz de identificar fue la extensa carretera. Hythro había tomado rutas solitarias y conducía de un modo descuidadamente rápido, por lo que yo no tardé demasiado en ponerme el cinturón de seguridad y aferrarme a él con recelo.

Bajé la vista hacia mis piernas, y entonces me encontré directamente con la mancha ya seca de un tono rojo oscuro sobre mi delantal, esa que dejó la sangre de Paul que saltó en todas direcciones.

Un estremecimiento me recorrió.

Me quité la prenda con prisa y la lancé a un lado. Froté mis brazos y me abracé a mí misma, percibiendo una impresión de asco y el escozor de la pena revolviéndose dentro de mí.

Clavé los ojos en la ventana. Un peso extraño se instaló en mi estómago cuando comencé a reconocer la ruta que antes mi padre solía usar para ir a Seattle.

—¿Adónde me estás llevando? —La alarma se coló en mi tono.

El demonio suspiró con pesadez.

—¿Qué parte de «mantén la boca cerrada» no entendiste? —inquirió, pero se oyó más como un gruñido.

Giré la cabeza para observarlo por el retrovisor.

—¿Asmodeo está en Seattle?

Su labio superior se retrajo en una mueca llena de ira.

—Cállate de una puta vez... —siseó. No me pasó desapercibido el modo en que sus manos se apretaban con fuerza en el volante.

PenumbraWhere stories live. Discover now