15. El guardaespaldas

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Ahí estaba otra vez...

Ese familiar presentimiento, del que ya no estaba segura si aún me aterraba, esa incómoda sospecha que no desaparecía desde el sábado. Y lo peor era que ya conocía tan bien aquella sensación, que era plenamente consciente de que no cabía la menor duda.

Alguien estaba vigilándome, pero no era Azazziel.

De algún modo que no lograba comprender, podía distinguir cuándo era él y cuándo no. Ya lo había comprobado un par de veces antes. Algo ajeno en mí solía reaccionar de una manera extraña cuando él aparecía, como si reconociera —inconscientemente— su presencia de la de los otros. No había sentido lo mismo con Mabrax o el niño-demonio, aunque sí era muy similar. Por ende, era indudable de que ahí afuera, un ser peligroso aguardaba, quizás, al mejor momento para atacar.

Temía por la seguridad de las personas que había en el café, y tragué saliva mientras observaba a cada uno de ellos. Volví a mirar hacia el ventanal, a la gente que pasaba por la calle, cerciorándome si es que alguno de ellos miraba fijamente...

—¡Amy! —La voz de Diana hizo que pegara un salto—. ¡La máquina, por Dios!

Di un respingo cuando vi que el líquido caliente estaba cayendo por todos lados. Bajé con rapidez la palanquita de la máquina de café.

Uy... —musité.

Diana puso los ojos en blanco y me dio —casi lanzó— un paño para que limpiara.

—No vayas a quemarte, torpe —murmuró con el mismo tono amargo que había utilizado todo el día, desde el sábado por la noche, después de nuestra salida con Nat.

Suspiré.

—¿Por qué rayos sigues molesta? —exigí irritada.

Antes de que se diera la vuelta, se detuvo en seco y me miró con la cólera grabada en los ojos entornados.

—¡Porque no me apoyaste! —me recriminó con los dientes apretados para que su tono no fuera tan alto.

—Diana... —Iba a rebatir, pero rodé los ojos y decidí que era mejor continuar limpiando el desastre que causé por distraída. Apenas nos habíamos reconciliado antes de ayer, no quería que volviéramos a estar enojadas la una con la otra.

Pero ella lo estaba haciendo bastante difícil. Le vi apretar los puños a sus costados.

—¡Soy tu amiga desde hace años! —exclamó—. ¡Debiste apoyarme a mí!

—Empezaste a atacar a Nat sin razón, Dee —le recordé.

—¡Dime si no es raro que a la tipa no le guste decir su nombre! ¿Y eso de que vive con su ex? ¡Vamos! Y, por otro lado, la forma en la que se viste deja mucho que desear, y eso no es juzgar, es decir la verdad.

—Todas «las razones» que me diste son estúpidas.

—¡Ahí está!, ¿ves? —replicó contrariada, el rostro ya se le estaba poniendo rojo por su arrebato—. ¡Le aceptas todo, y no sabes nada de ella! A mí me conoces desde los siete años y no te pusiste de mi lado.

—Nat no dijo nada que no fuera cierto. —Abrió los ojos con indignación, pero no me detuve—. Sí, Dee, pienso lo mismo que ella: si tanto quieres estudiar gastronomía, ¡hazlo, maldición! Pero no andes diciendo que no lo haces por culpa de tus padres. Trabajas y puedes pagar tu carrera, no tienes escusas.

Hizo una mueca de enfado, como la de un niño al hacer un berrinche.

—¿Qué sabes tú por qué no lo hago?

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