22. Calma arruinada

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No estuve segura de qué esperaba, o siquiera si realmente esperaba algo, pero una extraña sensación de vacío me abrumó cuando, muy temprano por la mañana, la alarma de mi celular me despertó y me vi sola en la habitación.

No supe en realidad por qué me sentí así. No logré descifrar mis propios pensamientos, ni entender por qué aprecié cierta nostalgia en mí, si en el fondo suponía un verdadero alivio el haber despertado sin él. Intenté no darle demasiadas vueltas. Traté, lo más que pude, de no concentrarme en ese oscuro y desconocido nuevo sentimiento, porque, para ser franca, me aterraba.

Pasé gran parte del tiempo del trabajo ensimismada en lo que mi madre solía decir «en las nubes», y eso no era nada bueno. No conseguía pensar claramente, olvidaba los pedidos y a quienes debía entregárselos, y la jornada me terminó pareciendo más larga y tediosa de lo que en realidad era.

Al final del día, me encontraba arrastrando los pies por la acera en dirección al paradero del autobús, pero detuve mis pasos en el instante en que la presencia fría y conocida de Akhliss me puso en alerta. Una fracción de mi cerebro se dio el tiempo de alegrarse de que, al parecer, estuviera aprendiendo a diferenciarlos. Sin embargo, solté un jadeo de sorpresa cuando me topé con la exuberante figura de la diablesa, esperándome en mi paradero habitual.

Su imagen no fue lo que me extrañó, sino el bulto cubierto con una manta que cargaba en sus brazos.

—¿Qué es eso? —solté frunciendo el ceño, perpleja. Y, sinceramente, algo inquieta. Nunca sabía qué esperar exactamente de ninguno de ellos.

Ella sonrió con más entusiasmo del normal.

—Una sorpresa —dijo con aparente inocencia—, para ti.

—¿Un regalo?

—Bueno —murmuró torciendo levemente el gesto, aunque no pude evitar sentir que lo estaba fingiendo—, es que creo que todavía estas molesta conmigo por haberme acostado con tu amigo.

—Estoy molesta contigo —le aseguré.

Alzó un dedo para silenciarme.

—Y por eso, te traje... ¡esto! —Descubrió al bulto y extendió hacia mí «la sorpresa». Pegué un grito corto cuando vi la bola de pelos, negro como carbón. Una especie de cachorro escalofriante me miró con atención desde sus brazos.

Di un paso hacia atrás.

—¡¿Qué rayos es eso?! —exclamé.

Ella arqueó una ceja.

—¿Qué no reconoces a un perro?

—¡Eso no es un perro! ¡Tiene los ojos rojos! —Y no me refería a que la parte blanca de sus ojos estaba roja. Sus pupilas eran de un rojo brillante y espantoso, como dos orbes formados de sangre.

—Es descendiente de Cerbero —explicó ella con calma, acariciando su lomo con suavidad—. Su madre no lo quiso porque tiene una sola cabeza, ¿ves? ¡La maldita se lo iba a comer! ¡Tuve que salvarlo! —Fingió una mueca de horror.

¿En serio ella se estaba refiriendo a «Cerbero» la bestia mitológica gigante de tres cabezas? Bien, de acuerdo, era consciente de que yo estaba conversando con un verdadero demonio en plena acera, pero incluso así no podía evitar sentir cierto recelo con respecto a su afirmación.

Cerré los ojos y exhalé un suspiro profundo, haciendo un esfuerzo descomunal por no alterarme. Cuando los abrí, me crucé de brazos, rehusándome a mirar directo al animal.

—¿Y por qué crees que eso me interesa? —repuse.

Akhliss se encogió de hombros con despreocupación.

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