33. El error

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Un sonido chirriante y molesto me sacó de golpe de mi inconsciencia.

Apreté los párpados con fuerza, tratando de desperezarme. El ruido insistente era fastidioso, y no podía entender de dónde provenía, sino hasta que por fin el letargo consiguió alejarse —con dificultad— de mi sistema. Y finalmente pude reconocer que se trataba de la alarma de mi celular.

Estiré el brazo para apagarlo, todavía con los ojos cerrados. Un gruñido de pereza repercutió en mi pecho, medio molesta cuando la voz de mi conciencia me ordenó que debía levantarme para ir al trabajo.

Estaba demasiado acalorada. Tenía el cabello pegado a la nuca y, en primera instancia, no comprendí por qué me sentía tan sofocada. Luego de varios minutos luchando contra mis ganas de seguir durmiendo —algo tardía—, por fin pude sentir y ser consciente del peso ajeno que me rodeaba la cintura.

Una chispa de confusión encendió la alarma en mi interior, y terminó por desaparecer lo que quedaba de adormecimiento en mí. Entonces, me di cuenta de que el intenso calor era emanado por alguien que estaba detrás de mí. Sólo ahí pude percatarme de que el peso encima de mi torso se trataba de un brazo.

A pesar de que me sentía como atrapada, me esforcé por girar sobre mí misma con cautela, y entonces me quedé estática cuando lo vi.

Tenía la cabeza apoyada sobre la misma almohada que yo, los ojos cerrados, sus labios juntos y un semblante sereno que, estaba segura, no había visto antes en él. Por un segundo, pensé que me estaba jugando una broma y que trataría de asustarme o algo parecido, pero luego de un minuto caí en la cuenta de que no era así.

«Está durmiendo... ¡Azazziel está durmiendo!», chilló una vocecilla en mi mente, tan enloquecida como mis emociones.

Nunca me había despertado con él. Todas las veces que me quedé dormida a su lado, al día siguiente él estaba fuera de la cama. Era la primera vez que lo veía así, descansando, con una expresión increíblemente tranquila.

No podía ser capaz de distinguir el menor atisbo de ira en su rostro, o ese ligero cariz malhumorado que siempre traía grabado, con una permanente arruga tenue en su entrecejo. Nada de eso estaba en ese momento. Sus facciones duras y angulosas se veían más hermosas que nunca, y una fuerza invisible me atenazó el estómago.

¿Cómo podía un ser que venía del Infierno lucir como el más hermoso de los ángeles?

«Bueno, es que es medio ángel, tarada», señaló la voz de mi mente.

Fruncí el ceño. Nunca lo había oído considerarse a sí mismo como un ángel, ni siquiera medio. Me pregunté si es que eso se debía a que los aborrecía, por el hecho de haber exiliado a su madre del Cielo. Pero expresar una pregunta como esa en voz alta delante de él, era indagar en un tema delicado, y lo sabía muy bien.

Giré todo el torso para poder mirarlo de forma más cómoda, con mucho cuidado, temiendo de despertarlo. Aunque, ahora que lo pensaba, la alarma de mi celular no pareció afectar su sueño en absoluto.

Mi movimiento sí consiguió perturbarlo; le vi arrugar el ceño levemente y emitir un ligero gruñido muy bajo. El pánico me paralizó, cara a cara de él, pero Azazziel no abrió los ojos. Únicamente se removió un poco, pero continuó igual de tranquilo que hacía un momento atrás.

Sentí que mi corazón se derretía mientras lo observaba dormir, con ese semblante que me parecía tan ajeno, tan nuevo en él.

De pronto, una punzada de miedo me atravesó el pecho. Miedo, por mí..., por todo eso que estaba sintiendo por él, que parecía crecer con cada día que pasaba. Miedo, porque era plenamente consciente de que trataba de estar con alguien que no podía sentir lo mismo que yo. E incluso si pudiera hacerlo —suponiendo, claro, que de alguna rara forma mística lograra ser real—, él no debería. Solo bastaba con mirarlo a él, y echarme un vistazo a mí, en lo inarmónicos que debíamos de vernos juntos. El que todo esto resultara tan extraño. Tan irreal. El hecho de que yo estaba convencida de que no era normal que él realmente se pudiera fijar en alguien como yo, me hacía dudar todavía más de sus intenciones.

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