18. Renacidos

8.3K 690 490
                                    

Me mordí la lengua mientras miraba con extrañeza —y repulsión— el nuevo uniforme que acababan de entregarme, el que debíamos usar a partir de la siguiente semana. Mi estómago estaba apretado ante la sola idea de usar falda en el trabajo, especialmente para una persona tan propensa a caerse en público como yo.

Guardé las prendas en mi bolso, suspirando, sin ganas ni de imaginar con qué tendría que lidiar el resto de la jornada. Mi único consuelo era que al día siguiente descansaba. Generalmente, los domingos todavía contaban como mi día «normal», mi día tranquilo. Los demonios también parecían darme un respiro, puesto que no se atrevían a aparecerse por mi casa.

No andaba muy animada, no después de la conversación que tuve con mis padres la noche anterior. No podía evitar andar arrastrando los pies por todos lados en la cafetería, porque se me había ocurrido que no quería hacer tiempo para averiguar sobre lo que pasó, el día en que nací.

Inicié la plática antes de que ellos se pusieran a dormir, con el pretexto de que había googleado mi propio nombre por curiosidad y hallé fotos de esa noticia por puro accidente. La charla no fue muy distinta de lo que leí en el viejo pedazo de papel, al menos en lo que respectaba a información relevante. Por supuesto, fue bastante más emotiva. Se me estrujó el corazón cuando mi madre no aguantó las lágrimas cuando recordó el tiempo que pasó abrazada a mí, a un cuerpo diminuto que no tenía signos vitales, y que parecía que jamás iba a tenerlos. Mi padre, en cambio, se conmovió cuando evocó el momento en que los doctores les avisaron que yo había comenzado a llorar. Me enteré también, de que yo fui la razón por la que mi madre se dedicó de lleno a la iglesia, pues para ella lo que ocurrió conmigo no podía explicarse de otra forma que no fuera un milagro. Para mi padre, no fue más que negligencia médica, algo que, siendo abogado, les hizo saber al hospital.

Más allá del hecho de que yo había nacido sin latidos ni respiración, y que luego de dos horas «reviví» sin explicación aparente, mis padres no tenían mayor conocimiento. Sin embargo, algo que sí fue de utilidad, fue descubrir que, un par de meses después del nacimiento de mi hermano y yo, el hospital sufrió un terrible incendio, perdiendo inmobiliario, maquinaria, registros y, lo más lamentable, varias vidas. La explicación que mis padres me dieron del por qué jamás me conversaron sobre todo aquello, fue porque les resultaba demasiado doloroso. Yo misma lo comprobé, al sacar a relucir el tema.

Con un leve empujón en mi hombro, alguien logró sacarme de mi ensimismamiento.

Lo único que alcancé a atisbar fue el cabello rojizo de Diana meneándose, antes de verla ingresar al baño.

En ese instante, como si la rabia fuera una chispa y la sangre de mi cuerpo gasolina, mi sistema se incendió en un santiamén para ir directamente tras ella. Inmediatamente después de que entré, vi cómo sus ojos verdes claros se abrieron como platos, sorprendiéndola posando frente al espejo con el deslucido nuevo uniforme encima de su propia ropa.

—Maldita sea, Masters, me asustaste —farfulló con desdén, enrollando las prendas en su brazo.

Cuando avanzó hacia la entrada, puse una mano encima del pomo. Su expresión de desaire se transformó en una de asombro y algo más, como... ¿miedo? La idea se me hizo ridícula. ¿cómo yo podría causarle miedo?

—Así que ahora soy Masters —murmuré. El matiz áspero en mi voz se me hizo ajeno, pero no me importó.

Ella dio dos pasos hacia atrás y se cruzó de brazos, apretujando las prendas. Al parecer, poco le importaba que se arrugaran.

—¿Qué no es tu apellido? —Su labio superior se torció en un gesto hipócrita que acrecentó la cólera que hervía en mí.

Y, al mismo tiempo, provocó una punzada aguda y dolorosa.

PenumbraWhere stories live. Discover now