30. Dolor liberado

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La luz que entraba por la ventana me hizo doler los ojos debajo de la piel de mis hinchados párpados. Una pesada bruma de somnolencia todavía se arraigaba a mí con tanto recelo, que me costó mucho desperezarme.

Hacía demasiado calor. Estaba toda envuelta en las frazadas como un rollo, como si hubiera estado inquieta en la noche, a pesar de que no tenía la menor idea siquiera de la hora exacta en la que me quedé dormida. No recordaba el momento en que el agotamiento me venció y, aun llorando, me sumí en la inconsciencia del sueño.

La casa estaba inmersa en un silencio sepulcral, y no me agradó. Sentía el cuerpo demasiado pesado y lánguido, cada músculo pesaba y me resultaba dificultoso realizar hasta el menor movimiento... Pero, más incluso que el cansancio, me inquietaba el silencio.

Así que, aferrándome a esa incomodidad, y usando las tenues fuerzas que me quedaban, me senté en la cama.

Debía ser tarde, mucho más tarde de lo que estaba acostumbrada a despertar. El haber dormido tanto —o bien, el que haya llorado en demasía— provocaron que una leve migraña me atacara apenas me puse de pie. Sin ingeniármelas demasiado con mi vestimenta, salí de la recámara casi arrastrando los pies. En ese momento, me quedé plantada ahí, en medio del pasillo de las habitaciones, mirando la de mis padres.

La puerta blanca, esa que ni mi hermano ni yo nos habíamos atrevido a abrir —a excepción de mi patético intento la noche anterior—, ahora parecía la entrada hacia un lugar demasiado sombrío. Un sitio lóbrego y dañino. Uno en el que, quizás, por ahora no debía adentrarme.

Cerré los ojos con fuerza cuando una punzada de dolor caló hondo en mi pecho.

Me negué a volver al abismo oscuro en el que me hundí antes de caer dormida, y corrí hasta llegar al baño.

Si bien el asearme logró que me quitara algo de pereza de encima, el vacío de mi estómago provocó que mis tripas hicieran un sonido extraño y particularmente ruidoso. Sabía que lo mejor que podía hacer por mí misma era ingerir algo de comida; por lo que, al salir del cuarto de baño, me dirigí a paso rápido hasta la cocina.

Pero entonces, en el preciso instante en que llegué a la estancia, un chillido corto y ahogado se me escapó.

—¡Mierda! —grité al verlo a él.

Mi corazón se disparó, desbocado ante el ligero susto. El demonio de pie frente a mí frunció el ceño con clara confusión, aunque un segundo después su semblante adoptó un leve cariz de burla.

—¿Y a ti qué carajos te pasó? —inquirió Azazziel con esa voz ronca suya, arrastrando un dejo divertido.

—S-sigues aquí... —Mi voz fue un susurro apenas audible, incapaz de creer lo que mis ojos captaban. Él arqueó una ceja con condescendencia—. ¿Por... por qué?

—No tengo apuro en marcharme aún —respondió con un encogimiento de hombros, despreocupado—. ¿Por qué? ¿Te molesta?

—B-bueno... —Me fijé en la taza que tenía en su mano izquierda, de la que salía vapor y lo miré ceñuda—. Es raro.

Él entornó la vista con suspicacia mientras daba un suspiro corto. Me dio la espalda para tomar algo que estaba encima de la mesita redonda.

Cuando se dio la vuelta, vi que ahora sostenía además un plato con unas tostadas que parecían recién hechas, de las que también emanaba un vaho cálido. Entonces, se acercó a mí y extendió el brazo para ofrecérmelas.

—¿Para mí?

—No, para el perro. —Puso los ojos en blanco.

Fruncí los labios. Estuve a punto de replicar algo ofensivo, pero el aturdimiento me dejó la mente en blanco y terminé agarrando el platillo con cuidado. Mi expresión pasó del pasmo a un profundo desconcierto en un santiamén. Oscilé la vista entre las tostadas calientes y su rostro un par de veces.

PenumbraWhere stories live. Discover now