Epílogo

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—¿Estás lista? —me preguntó Nat.

La miré con el entrecejo hundido.

—¿Tú lo estás?

Ella frunció ligeramente los labios. Vi que el puño apretado que mantenía alzado en el aire le tembló un poco.

—Claro que sí —contestó, pero la conocía lo suficiente como para lograr detectar una nota de vacilación en su voz—. Vamos, al mismo tiempo.

Asentí.

Extendí también un brazo frente a mí, sosteniendo el brazalete de cuero que alguna vez me adquirí con fines corrientes, como cualquier otra persona que compra bisutería, pero que llegué a utilizar para llamar a nada más y nada menos que un verdadero demonio.

Contamos hasta tres en voz alta, pero la primera en abrir la mano fue Nat. Advertí que sus dedos se separaban para dejar caer el anillo de plata con runas grabadas que Khaius le había dado, para que pudiera invocarle cuando lo deseara. Un segundo después, la imité y, con el corazón martilleándome como si fuese yo la que se iba a lanzar desde esta tremenda altura en el puente peatonal donde nos encontrábamos, aprecié una sensación vertiginosa en el estómago.

Los elevados metros de distancia entre el puente y el agua nos impidieron distinguir con total claridad cómo ambos objetos eran absorbidos por la superficie del río, en especial el anillo, que era tan pequeño. Aún así, las dos tragamos aire de forma automática, en cuanto sentimos algo curioso en el centro del pecho. Como si una cosa extraña pero completamente intangible, que ninguna de las dos supo describir, se nos hubiera sido arrebatada desde adentro.

Por varios minutos, nos sumimos en un profundo silencio, cada una con la vista fija en los movimientos tranquilos pero constantes de la corriente. De inmediato me limpié la ligera humedad que una lágrima traicionera dejó en mi mejilla. Nat lo notó y creí que me reprendería, pero me sorprendí cuando la vi también frotarse el rostro con el dorso de la mano.

—Bueno, creo que ya es todo —murmuró.

Me mordí la parte interna de la mejilla, sintiéndome extrañamente impotente.

—Gracias por haberme acompañado al cementerio —mencioné, y me arrepentí al instante porque el nudo que tenía en la garganta me quebró la voz.

Nat movió la cabeza en un asentimiento ligero.

—Nada de gracias, ahora pasemos al McDonald's para que me compres comida.

Eso logró que una ligera risa brotara con urgencia de mis labios.

—No sé por qué me estoy haciendo esto justo ahora —musité—. Me siento algo estúpida, pero... no puedo evitar preguntarme si debí decirles. Si debí contarles de él... Si acaso el habérselos dicho habría cambiado las cosas en algo. Tal vez..., tal vez lo habría hecho. Posiblemente si les hubiera hablado de esto antes, ellos me habrían convencido de que buscáramos a un cura, o nos habríamos mudado de ciudad, o me hubieran mantenido encerrada en casa para protegerme... O quizá solo me habrían llevado a un psiquiátrico, no lo sé. —Volví a sentir los ojos húmedos—. Sé que hay una gran posibilidad de que Mabrax en realidad no haya tenido nada que ver con lo que les pasó, y que lo único que el maldito quería era torturarme de otra forma... Pero, al mismo tiempo, yo no creo que sea así. No puedo... He tratado, en serio que sí, pero no puedo evitar sentir que mis padres se fueron por mi culpa.

—No es algo que podamos comprobar —dijo ella con suavidad—. Ya no puedes torturarte con eso. Eso no te los va a devolver.

—No puedo creer la falta que me hacen. Cuánto los extraño. Espero, en donde sea que estén, que puedan perdonarme... Por todo.

PenumbraWhere stories live. Discover now