37. La promesa

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El velo de la soñolencia empezó a abandonarme cuando el sonido estruendoso de una alarma llegó a mis oídos. Un mohín intentó salir de mi boca cerrada, música chillona e insistente, que reconocí de mi celular, no dejaba de sonar demasiado cerca.

Sin abrir los ojos, estiré un brazo para tocar la pantalla del aparato a tientas y apagarlo. De forma casi inconsciente, fruncí el ceño, apreciando una turbia confusión. Pero no fue hasta que transcurrieron unos cuantos segundos que me di cuenta de que yo no había dejado el celular sobre la cama. Recordaba —vagamente— que estaba en mi bolso, en el primer piso. Ahí era donde lo había visto por última vez.

Fue como si alguien más lo hubiera puesto a mi lado a propósito.

Un sentimiento extraño comenzó a emerger de poco en mi interior, pero me sentía tan cansada que fui incapaz de asimilarlo por varios minutos. Deseaba seguir durmiendo, estaba agotada. Ni siquiera tenía claro a qué hora exactamente me había quedado dormida. Lo único de lo que me acordaba era que, en un momento dado, caí rendida sobre la cama, sin energías; temblando, pero a la vez sin poder moverme... Y que luego sentí cómo los brazos de él se envolvían alrededor de mí.

Ya no recordaba nada más.

El peso de lo que había pasado la noche anterior cayó sobre mí con una fuerza demoledora. Abrí los ojos, parpadeando varias veces para acostumbrarme a la iluminación que entraba por la ventana. Me removí entre las sábanas enredadas en mis piernas, y algo desagradable se asentó en mi estómago. Me hallaba cómoda y abrigada, pero nos fue sino hasta instante, que me percaté de que el cuerpo que me había abrazado antes de dormir ya no estaba ahí.

Giré sobre mi costado, y una chispa dolorosa se instaló dentro de mi pecho. Barrí con la vista el espacio que me rodeaba, pero eso solo hizo que el malestar acrecentara.

No había nadie más que yo en esa habitación.

Me acomodé apoyando la espalda contra la fría y dura madera del cabecero, y respiré hondo una y otra vez, porque de repente comencé a sentir como si me estuviera ahogando. Porque de repente, me estaba hundiendo un mar de desesperación.

Sin poder evitarlo, un nudo se instaló en mi garganta.

«Se fue», susurró la insidiosa voz de mi mente, como burlándose. «Fue a ver a Asmodeo. El mismo tipo que torturó hasta la muerte al hijo de Akhliss, al demonio Zeross y al ángel Aeriele. Y quién sabe qué podría hacerle a él».

Un fuerte mareo me surcó de súbito, y no supe si se debía porque recién había despertado o si era por mi propio desespero. La sangre abandonó mi rostro mientras divisaba, en mi mente, aquella imagen que mis pensamientos alborotados formaron. Me estremecí ante la sola idea de que algo malo le estuviera pasando. Un quejido de angustia salió de mi boca al tiempo que mis manos se enredaban en las hebras desordenadas de mi cabello.

Otra voz —esta vez distinta— resonó en mi mente:

«¿Y qué si se fue? ¿Qué ha él hecho por ti? Ese demonio no ha traído más que problemas. Esto es su culpa. Todo esto comenzó con él».

Agité la cabeza para acallar ese ominoso sonido. Tragué saliva de forma dificultosa, tratando de disolver el nudo que había comenzado a formárseme.

—No le va a suceder nada —susurré para mí misma con los ojos cerrados, en un intento patético por convencerme de ello—. Regresará, él estará bien.

Pero el nudo de ansiedad en mi estómago no se disipó.

Me obligué a ponerme de pie. Entonces, varias punzadas agudas me recorrieron de pies a cabeza y me quedé quieta, sorprendida y extrañada. Me sentía como el día después de que se hace mucho ejercicio. Aun así, como pude me dirigí al baño, decidida a tomar una ducha, sintiendo como pinchazos con cada paso que daba, en todas partes. En todo el cuerpo. El agua caliente resultó tan relajante como curiosa, puesto que mi piel se sentía muy... sensible. Y mientras que percibía cómo la temperatura agradable del agua me hacía sentir cada vez mejor, no pude evitar pensar en la noche anterior. No pude evitar recordar lo que sucedió con él.

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